jueves, 17 de enero de 2019

FISONOMIA DE UNA CALLE: LA CALLE EL ARROYO



Mis años de infancia están ligados a la calle el Arroyo. Y la calle el Arroyo es una calle, para mí la mejor, de Puente de Genave.

En una casa  de aquella añorada calle vivimos muchos años  mis padres mi hermana Amparo y yo. Años más tarde llegó Tomás, nuestro hermano pequeño. Yo tenía dos años cuando mis padres compraron la casa y se trasladaron a ella para el resto de sus vidas.

La calle el Arroyo era y es una calle corta y no muy ancha, pero suficiente para que pasaran recuas de burros, y de tarde en tarde, muy de tarde, pasara algún carro, y con el paso de los años algún automóvil.

Cuando alguien preguntaba a uno de aquellos niños donde vivía, el interrogado, orgulloso de su calle, contestaba alzando la cabeza:
En la calle “Elroyo”.

Los chiquillos de aquella calle,  sin saberlo, habíamos creado para nuestro espacio un término hipocorístico.

Todos los vecinos estaban orgullosos de su calle, a pesar de que, según las autoridades municipales de la época, era de menos categoría que la Carretera y la calle Nueva, hoy Avenida de Andalucía y calle San. Isidro respectivamente.

Situándose al inicio de la calle, en la plaza de la Iglesia, no se llega a ver el final de la misma. No es porque sea  muy larga, sino, porque, pasada la confluencia con la Travesia del Arroyo,  a la altura de la casa que era de José Bueno, hace un ligero amago hacia la izquierda. Avanzando unos  metros más, se llega a la casa de Wenceslao, casi enfrente de la nuestra o un poco más abajo y ya se divisa la “casa del rincón” que es el final de la calle.

Siempre he mantenido que las calles, las plazas o los edificios, con ser importantes, no hacen a un pueblo. Un pueblo, básicamente, lo hacen sus habitantes, su gente. Lo mismo se puede decir de una calle.

Los chiquillos y chiquillas de mi generación no conocíamos otro lugar más idóneo y próximo para nuestros juegos que la propia calle. La pita, la zompa (peonza), la raspa, la rayuela, la comba, el aro, las bolas (canicas), la pelota (ni siquiera decíamos futbol) y algunos juegos más,  que me quedan en algún recóndito cajón de la memoria, eran nuestras distracciones.

En ninguna de las casas de aquella calle había televisión, ni radio, ni playstationt, ni  iPhone, ni siquiera teléfono y, por todo eso aquellos chiquillos y chiquillas nos distraíamos en la calle y, hasta donde se podía esperar en aquellos años de escasez y pobreza, éramos  felices.

En la calle, ya fuera más cerca de la plaza de la iglesia o más cerca del arroyo de Peñolite, que eran sus confines, estaba nuestro  punto de encuentro. Pero no sólo en la nuestra, sino en cualquiera otra del pueblo, aunque en verdad no había tantas. En estos momentos me vienen a la memoria  la calle la Cruz, el Callejón, la de Las Parras, las Riscas, Margarita…

Cuando vuelvo por el pueblo (últimamente lo hago con menos frecuencia  de lo que me gustaría) me doy una vuelta por ellas y  en especial por la calle del Arroyo. Son las calles de mi infancia. Sus casas son las mismas, la mayoría ya restauradas.

Mi calle, físicamente,  la veo casi igual, con las mismas casas, pero no veo apenas vecinos, ni chiquillos. Veo una calle sin vida, sin lazos de vecindad si la comparo con la calle de mi infancia.

Al final de la calle “Elroyo” hay una casita que  siempre ha llamado la atención. Está en un rincón, a mano izquierda, donde empezaba el  camino de la Fuente Vieja. Yo la recuerdo siempre con muchos tiestos a pie de calle, algunos colgando de sus menguadas paredes y otros en el balconcito que mira a la calle, o depositados en el suelo. 

Era un bonito rincón de paredes encaladas con  macetas de muy diversas plantas con  flores multicolores. Plantas que respiran aire no contaminado y rebosan salud  y frescura. Plantas que alegran la vista a los moradores de aquella casita, a los vecinos y al paseante que se acerca a llenar el botijo con agua fresca de la Fuente Vieja. 

Dependiendo de la estación, hay geranios, damas de noche, cintas, algún rosal, jazmín, margaritas, claveles, petunias, etc. No cabe la menor duda de que aquella mujer que las cuidaba tenía mano de santo para las plantas. Es una pena que en estos momentos no me acuerde de su nombre.

Aquellas relaciones continuadas  en el tiempo entre vecinos creaban, en unos casos, lazos de amistad y cariños perdurables y en otros, por el contrario, odios y antipatías irreductibles, pero había, creo yo, más solidaridad y más apoyo entre ellos que los hay hoy en la segunda década del siglo XXI. El concepto de vecindad era entonces, para bien o para mal, más fuerte que lo es  ahora.



En aquellos años, cuarenta y  cincuenta, la calle tenía vida. Los crios la correteábamos de arriba abajo con nuestros juegos. Los adultos se saludaban al encontrarse. Al atardecer y en las noches cálidas de verano,  sacaban sus sillas, con asiento de anea, a la puerta de sus casas para tomar el fresco mientras hablaban de sus  cosas, de lo que pasaba en el pueblo, del calor que estaba haciendo aquel verano,  de cómo le habían salido los tomates de ogaño o de cualquier otro tema de conversación si trascendencia alguna. El caso era que hablaban entre vecinos, se comunicaban y se establecían sentimientos de empatía.

Hoy, por el contrario, a esas horas, la calle está silenciosa, todos  delante de la pantalla del televisor o mirando la pantalla del móvil, sin hablar, sin comunicarse.

La última vez que caminé por mi calle sólo vi algunos coches estacionados donde antaño se agrupaban los vecinos en animada tertulia hasta que refrescaba la noche.



La calle de mi infancia,  era un lugar para jugar, para estar, para hablar. Se iba a la calle Nueva, al Callejón, a la calle las Parras o a cualquier otra. Hoy no se juega, no se va ni se está, sino que se pasa por esta o aquella calle. Hoy, la calle, cualquiera de ellas, es una sucesión confusa de molestos ruidos de motores de automóviles. Antes era un lugar con vida, con ruidos humanos, con niños y personas adultas, gritando unos y charlando otros. 

viernes, 11 de enero de 2019


AÑO NUEVO, BLOG NUEVO…Y EL POR QUÉ DEL MISMO

Un blog puede ser una excelente excusa para  escribir y recordar. Yo escribo por varios motivos. Escribo para reflexionar y para pensar. Escribo porque aprendo.  Escribo porque en el acto de escribir ejercito la memoria y la imaginación y hasta la experiencia. Escribo para hacer surgir los recuerdos y las imágenes como cuenta Álvaro Pombo. Escribo para volver a momentos anteriores, a las lecturas y a los tumbos que cada uno lleva en la mochila, como dice Arturo Pérez Reverte. Escribo porque tengo un blog y tengo una blog para escribir. Y, además, me sale barato, no me cuesta dinero. 




Con este blog busco la escusa para acordarme de las personas que he querido y apreciado y de los lugares en los que he pasado ratos felices.

Cada entrada publicada será como enviar un mensaje en una botella desde cualquier playa de Mallorca, sabiendo que puede llegar, con más probabilidad, a alguien que no me conoce y que no conozco, que a alguien que me conoce y que conozco.

De siempre me ha gustado leer y escribir. En mi niñez leía, con la luz del candil. Podría decirse que soy un escritor frustrado, porque para esto como para tantas otras cosas de la vida, no solo hay que aprender, sino haber tenido la suerte de que la naturaleza te haya dotado de las capacidades necesarias. Y he de reconocer que no es mi caso. Pero yo sigo intentado escribir por los motivos ya expresados y porque me relaja, me mantiene ocupada la mente y me divierte.

Tengo un blog desde el 2014, trata de temas de autoescuelas y de tráfico, “historiasdelasautoescuelas.blogspot.com” es su dirección. Ya he publicado más de 330 entradas o posts como dicen los blogueros que hay que llamar a los artículos publicados. Por cierto, ya pasa el blog de las 84.000 visitas. Sé que son pocas, pero más que suficientes para colmar mi ego. 



Pero ya va siendo hora de presentarme. Me llamo Juan José Olivas, nací en Peñolite y toda mi infancia la pasé en Puente de Génave, en la calle del Arroyo. De esto hace muchísimos años, aunque para mí no sean tantos.
A finales de la década de los cuarenta yo era un niño de siete años que jugaba en aquella calle empedrada. Soy, pues, uno más de tantos niños de la posguerra civil española, de los de aquellos años del hambre, aunque yo, afortunadamente, no la sufriera, ni tampoco ninguno de mis amigos de correrías de la niñez. En el pueblo, ya se sabe, no era lo mismo que en la capital.

Dos tercios de mi vida los he pasado lejos de mi pueblo, aunque durante ese tiempo lo he visitado con frecuencia, hasta tres veces al año. Sus ecos  todavía resuenan en mi por encima de todos los demás ecos de los lugares en los que he vivido. Y es así por varias razones; porque allí  me crié, y porque en Peñolite nació mi madre y en Puente de Génave murió. Hay más razones, pero son secundarias, aunque sean importantes para mí.

A edades como la mía todos tenemos nuestros muertos. Partes de los míos están enterrados en el cementerio de este pueblo. Lo peor no es tener muertos, es ley de vida, lo peor es sobrevivir a alguno de tus hijos. Afortunadamente no es mi caso.

La vejez no es más que otra página del último capitulo del libro de nuestra vida. Una página que pasas cuando has acabado de leer la anterior. Yo ya estoy llegando casi al final del libro y aunque la edad no importa, ya que lo esencial es el estado de salud física y mental en que la vivamos, intento seguir añadiendo páginas a ese libro de mi vida. El escribir en este blog seguro que me ayuda.