…aquella bonita aldea donde
nací
Ya he escrito sobre mi calle, la calle “Elroyo”, y ahora lo haré de mi aldea, más adelante lo haré de mi pueblo. Es un lujo “tener” un pueblo, pero “tener” una aldea y un pueblo es privilegio de muy pocos. Cuando vivía en Barcelona venia a casa un amigo de mi hijo y un día oí decirle que lo envidiaba. Le pregunté por qué.
Ya he escrito sobre mi calle, la calle “Elroyo”, y ahora lo haré de mi aldea, más adelante lo haré de mi pueblo. Es un lujo “tener” un pueblo, pero “tener” una aldea y un pueblo es privilegio de muy pocos. Cuando vivía en Barcelona venia a casa un amigo de mi hijo y un día oí decirle que lo envidiaba. Le pregunté por qué.
—
Porque todos mis amigos tienen un pueblo a donde ir en verano, y yo no .
Él
había nacido en la ciudad, igual que mi hijo, y supongo que igual que el resto
de sus amigos, pero aquel niño, cuando
oía decir, “me voy al pueblo” no diferenciaba
si el pueblo era del padre de su amigo o del amigo.
La
verdad es que no sé bien lo que puedo escribir de Peñolite — la aldea donde mi
madre me trajo a este mundo—, que no se haya escrito, que no se haya dicho o
que no se haya fotografiado, grabado y publicado en You Tube.
Hace más de cuatrocientos años, en 1575, unos vecinos de Segura, el licenciado Diego
Fernández y Francisco Cano, ya nombraron
Peñolite en un importante documento, Las Relaciones topográficas, mandadas hacer por el Rey
Felipe II:
“Éste se dize que el término desta villa de Sigura, ay muchos edifiçios
ansy de torres como de casas fuertes, ay sitios de poblaçiones antiguas como
por ellos pareçe, que son una población antigua que se llama Peñolite, questá
dos leguas de Sigura a la parte del Poniente. Aquí ay una torre fuerte de
calicanto, algo cayda. Pareçe aver seydo
grande edifiçio y polación. La causa por que se despobló no se sabe más
de que por ser esta tierra estrecha de toda cosecha, no sufre de tantas poblaciones(…).
Don Francisco Bellón, a la sazón escribano de Segura, firmó aquel documento en testimonio de verdad.
Peñolite, para
los que no hayan tenido la suerte de visitarla, he de decirles que es una pequeña y
bonita aldea enclavada en la ladera de un cerro. El año que se casaron mis padres,
1940, tenia 760 habitantes. El pasado año, 190 habitantes, 96 mujeres y 94
hombres.
Sus pocas y menguadas calles son empinadas y
sus casas bien aireadas y limpias. Es tierra sana por ser alta y donde corren
los vientos frescos, y por tener buenas
aguas, dulces y delicadas.
Se accede a
este bonito lugar por una estrecha y sinuosa carretera desde Puente de Génave.
A la carretera
que atraviesa mi pueblo, le llamábamos, “la carretera general” y a la que nos
llevaba hasta “mi aldea”, “la carretera de Peñolite”. Tanto de una como de
otra, aunque más de la de Peñolite, me afloran bonitos recuerdos de mi niñez.
Es una corta
carretera, de poco más de cuatro kilómetros, que serpentea entre olivas y
finaliza en la aldea, en la Morea. Los niños de entonces, los de la posguerra, y
en especial los de la calle del Arroyo y de la Cruz, dada su proximidad a la misma, la
recorríamos con frecuencia a pie, y algún
afortunado en bicicleta. Llegábamos en nuestras correrías infantiles hasta el
“empalme de los Llanos”, o hasta las higueras del “Guisque”, y, a veces, hasta
el inicio de la “cuesta los pinos”. Raramente llegábamos a Peñolite, aunque alguna
que otra vez lo habíamos hecho.
Casi siempre éramos más niños que bicicletas. Unos empujaban y otros pedaleaban. Culminar aquellas pendientes era como una hazaña para nuestra corta edad y nuestras cortas piernas.
Casi siempre éramos más niños que bicicletas. Unos empujaban y otros pedaleaban. Culminar aquellas pendientes era como una hazaña para nuestra corta edad y nuestras cortas piernas.
Durante todo
el trayecto, la carretera va subiendo y subiendo hasta llegar a su final. En
algunos tramos sube de manera imperceptible, pero en otros lo hace con un desnivel bastante
pronunciado. Así ocurre en la “cuesta de los pinos”, pasado el pequeño
puente, y también, después de pasar el segundo
puente, el “puente de los cañamares”.
Llegado hasta aquel punto y saliendo de la segundo curva, teníamos que enfrentarnos con la última y más dura de las pendientes. A final de la misma ya alcanzábamos la meta propuesta. Pero a la altura de aquel pilar, donde abrevaban las caballerías a la vuelta de su jornada laboral, y antes de entrar en sus respectivas cuadras, hacia acto de presencia la “pájara” cuando subíamos a Peñolite en bicicleta. En más de una ocasión, a mitad de cuesta, agotados unos y a punto de desfallecer otros, echábamos pie a tierra y proseguiamos empujando la bicicleta hasta llegar a la fuente de los tres caños para beber en uno de ellos y descansar al cobijo de la sombra de aquella frondosa morera.
Llegado hasta aquel punto y saliendo de la segundo curva, teníamos que enfrentarnos con la última y más dura de las pendientes. A final de la misma ya alcanzábamos la meta propuesta. Pero a la altura de aquel pilar, donde abrevaban las caballerías a la vuelta de su jornada laboral, y antes de entrar en sus respectivas cuadras, hacia acto de presencia la “pájara” cuando subíamos a Peñolite en bicicleta. En más de una ocasión, a mitad de cuesta, agotados unos y a punto de desfallecer otros, echábamos pie a tierra y proseguiamos empujando la bicicleta hasta llegar a la fuente de los tres caños para beber en uno de ellos y descansar al cobijo de la sombra de aquella frondosa morera.
El regreso era
otra cosa, podíamos llegar al punto de partida sin dar una sola pedalada, todo
cuesta abajo. Era una gozada, sentir el viento en nuestros rostros, mientras
bajábamos a velocidad de vértigo y sin riego de encontrar artefacto de motor
alguno. Éramos solidarios y aunque por lo general casi siempre había más
chiquillos que bicicletas, de una manera u otra, todos bajábamos montados en ellas. Unos manejando el
manillar, otros sentados de lado en la barra del cuadro, y los menos en el
portaequipaje de alguna que lo llevaba.
Podía ocurrir
que no pasara un solo automóvil en toda una semana. Solo te cruzabas con hombres, mujeres, niños, niñas y semovientes: mulos, mulas, burros, ovejas y
cabras. Aunque pronto se empezaron a ver vehículos movidos por caballos mecánicos,
pero circulaban a poca velocidad.
Y al mencionar
los vehículos a motor, me viene a la memoria aquel automóvil, propiedad de D. Francisco
Garcia Hervás, conocido popularmente como Paco, el de la Fonda la Manuela.
Podía ser algún Citroën o Renault de los años treinta.
Peñolite, ya
tenía su iglesia. Su principal promotor — yo diría que el único — fue D. Pedro García Bellón, cura-párroco por
aquel entonces de Puente de Génave. Los domingos subía a celebrar misa para los
peñoliteros, aunque más bien era para las peñoliteras, porque pasados la
novedad de los primeros domingos, más bien era pocos los hombres que se
acercaban a la iglesia para oír misa. Y con el Cura, subíamos algunos
chiquillos que ayudábamos como monaguillos.
El domingo,
Paco, Francisco García Hervás, sentado a los mandos de su coche-taxi esperaba,
con puntualidad britanica, a la puerta de la Iglesia para llevar a
Peñolite al Cura y con él la tropa de tres o cuatro monaguillos.
Durante el
corto trayecto, el Cura de copiloto en amable charla con Paco. Los monaguillos
detrás con las habituales prendas que se había de poner el celebrante: casulla,
alba, amito, estola, cíngulo, etc.
Subir a
Peñolite en el coche de Paco, Don Francisco cuando fue alcalde, era otra cosa. El
paisaje nos parecía diferente. No era como pedalear cuesta arriba.
Todos
queríamos ser elegidos. Yo lo fui en más de una ocasión. Aquello era para
nosotros como una excursión dominguera. No
recuerdo haberme subido a ningún otro coche siendo niño. Aunque sí recuerdo una
excursión escolar al pantano del Tranco en el camión de Ignacio Garcia, es
decir, en el camión de los “perejiles”.
Muchos vecinos
de la calle Arroyo tenían cañamares al lado derecho de la carretera en sentido
a Peñolite. Colindando con la carretera, recuerdo alguna higuera y otros
árboles frutales, que, nos permitían catar, sin permiso de sus dueños, las primeras
frutas de la temporada ya fueran brevas, higos, ciruelas, melocotones,
albarillos, como llamábamos a los albaricoques, y alguna que otra pera.
Por uno de los
márgenes de la carretera, y canalizada por una acequia, discurría una continua
corriente de agua que aprovechaban los hortelanos para regar sus hortalizas.
A
Peñolite siempre le he tenido un especial cariño. En esta aldea nació mi madre
y después nací yo. De niño pasaba
temporadas, principalmente, en la casa del porche, la casa del tío Tomás
y la tía Dolores. Otras veces, íbamos mi hermana Amparo y yo a casa de la tía
Librada. En ocasiones también pasábamos algunos días en casa de la tía Elena. Eran
hermanos de padre de nuestra madre.
La
madre de mi madre parió en Peñolite. Y ella, mi madre, también me parió a mí en Peñolite. Eso ocurrió en casa de mis
padres, en una casa sita,— según consta en un documento que obra en mi poder —, en la
cortijada de Peñolite, señalada con el número tres, que mide unas doce varas de
frente por unas diez varas de fondo, consta de dos pisos y con las habitaciones
siguientes; en el primero, cocina y dos cuartos y en segundo, tres cámaras y
linda por la izquierda entrando Restituto; derecha, Francisco; espalda ,
Ambrosio y frente la calle de su situación y vale…
Teniendo
en cuenta la vara castellana de Burgos o de Ávila, la casa era más bien
pequeña, ocupaba un terreno de algo menos de 84 metros cuadrados. Estaba al
lado de la casa del porche y con el valor que le asignan en el documento apenas
te llega hoy para un bocadillo. En
esa casa se quedó embarazada mi madre y en esa casa me trajo a este mundo un día
frio del mes de febrero de hace ya muchísimos años.
Y
llegado a este punto, me pregunto: ¿a quien le interesa todo esto? A nadie, me
contesto. Y dejo de escribir.
Sin embargo, en mi descargo, he decir que escribir
esto me ha sido de utilidad porque he estado entretenido y, de paso,
ejercitando la memoria que, a mi edad, dicen que es cosa buena.
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