“MI SEGUNDA MANO”
“El hombre que compró un automóvil” es el título de una
novela de Wenceslao Fernández Flores, un escritor gallego que se afincó y murió
en Madrid.
Hoy he vuelto a releer uno de sus capítulos. No sé muy
bien por qué, pero en esta ocasión, aunque de forma indirecta, creo que ha
sido por el confinamiento que,
aunque a mí me parezca una eternidad, solo hace once días que se decretó y a uno le
sobra tiempo para todo, hasta para releer.
Es duro esto del confinamiento, sin embargo lo llevo
cumpliendo rigurosamente, como no puede ser de otra manera, desde el día en que se hizo
obligatorio.
Entre los libros que tengo en mis estanterías dedicados
al tráfico, su normativa y todo cuanto he podido conseguir relacionado con la
formación del conductor hay uno al que le tengo especial estima. Es la novela
de Wenceslao Fernández Flores, El hombre
que compró un automóvil.
El ejemplar que yo tengo es una novena edición,
publicada por Espasa Calpe en 1968. Su autor la escribió en 1932. Sus páginas
ya están algo descoloridas por el paso del tiempo. Así lo encontré en un
mercadillo.
Aunque no haya sido
un “bestseller”, para mi tiene un gran valor. Cuando la escribió, aquello que se
ha dado en llamar la “la civilización del automóvil” estaba en pañales y términos
como embotellamiento, atasco, carril de aceleración y tantas otras eran desconocidas.
Y no digamos ABS, control de estabilidad, airbag etc., etc.
Cada una de las veces que paso la vista por esa estantería
y veo esta novela me acuerdo de otro Wenceslao, aunque no sé su éste escribíia su nombre con uve doble. No era escritor, era nuestro
vecino de la calle Arroyo. Revivo la
imagen de aquel otro Wenceslao en aquellas calurosas tardes llegando con su burro
y su serón cargado de hortalizas del huerto que tenía en la “caña de Peñolite”.
Revivo la imagen de su mujer, Felicia y la de su hija, Mari, amiga de mi herma Amparo.
Le ayudaban a descargar depositando la provechosa carga en cestas de mimbre. Aquellos
tomates, con sabor a tomate, no como los de ahora, aquellas lechugas, pepinos,
calabacines o pimientos que aquella misma tarde o a la mañana siguiente ponían
a la venta en su misma casa. Revivo a la abuela Dolores, sentada en su silla baja
de anea vigilando, cual mayoral eficiente, la apreciada carga que traía su hijo.
¡Como me gustaba la meloja de calabaza que preparaba la
abuela!
Revivo, muy especialmente, a sus dos hijos, Julián y Pedro,
en aquellos interminables partidos de futbol que “echavamos”, casi a diario, en
los improvisados campos de tierra ubicados en lo que hoy son la Calle Guadalimar, Ramona Serrano y la
calle Ensanche. Más tarde utilizamos la explanada que había detrás del ayuntamiento,
lo que hoy es la Plaza de la Constitución.
Para que aquellos chiquillos pudiéramos jugar al futbol bastaba una explanada,
cuatro piedras para suplir los palos de la portería y, por supuesto, una pelota, aunque fuera de trapo.
¡Que delicia hubiera sido para nosotros “echar” un partido en el actual campo de
futbol del Puente!
Pero dejemos la nostalgia y vayamos a lo que íbamos, la
novela de Wenceslao Fernández Flores, “El hombre que compró un automóvil”. En
ella hay un capitulo que titula: Mi segunda mano. Su lectura me hace pensar en la complejidad de la tarea de conducir
al principio cuando aún no se tienen automatizadas las acciones.
Así lo cuenta este escritor con su peculiar gracejo
gallego:
Comencé como tantos automovilistas:
compré un «segunda mano».Este “segunda mano” era muy aceptable. Puedo decir en
su elogio que, al cabo de los años, llegó a ser un “quinta mano” bastante robusto todavía.
Y ha llegado el momento de decir que la
función de guiar un coche es la más difícil entre todas cuantas puede
proponerse un hombre nervioso. Por mi parte, tengo siempre demasiadas
preocupaciones, mi cerebro está fatigado por una vida de constante labor, y si
quisiera ponderar el límite que alcanzan mis distracciones, habría de afirmar
que llegan tan lejos como mi falta de memoria. No obstante, alcancé el fin de
la enseñanza que quisieron darme en una academia para chóferes, y no quedé mal.
En los primeros días me era absolutamente imposible obligar a cada mano y a
cada pie a que procediesen con independencia, y me conducía como si estuviese
haciendo ensayos de malabarismo. Estiraba o encogía a un tiempo todas las
extremidades, pisaba alocadamente allá y acullá, lanzaba gritos reclamando el
auxilio de mi instructor, o me quería arrojar por la ventanilla. Sin embargo,
conseguí dominar casi todas las
dificultades. Es cierto que un día atropellé al mismo tiempo a dos chiquillos
que (…)
Un día el director de la academia le dijo:
—Creo que ya está usted en condiciones de
someterse a examen para obtener el carnet. Sólo le falta conocer algunos trucos
del oficio, pero no están comprendidos en la tarifa. Por cinco pesetas más le
daré un buen consejo.
Entregué cinco pesetas.
—Temo que se deje arrebatar usted
demasiado por esta tendencia a aplastar criaturas. Siempre que usted atropelle
a un chiquillo, diga que fue el chiquillo el que le atropelló a usted. Esta
tesis hace tanta falta a un automovilista como los faros.
La anoté en un cuadernito.
— ¿Dispone usted de cinco pesetas más?
—Sí.
—Démelas. Y acuérdese de esto: los automovilistas
tienen tres enemigos: los árboles, los ciclistas y el chofer (…)
Y
llegó el día del examen.
(…) Contesté algunas preguntas, hice
ciertas evoluciones, y un caballero joven y bien vestido —un poco infatuado,
como casi todos los funcionarios públicos—, ocupó un puesto a mi lado para
someterme a la prueba definitiva.
—En marcha.
Puse el coche en marcha.
—Vamos a ver cómo se las arregla entre el
tránsito.
Recorrí brillantemente toda la Castellana
y emboqué la carretera de Chamartín.
—Dé la vuelta.
Iba un tranvía y venía un camión.
—No tengo sitio —murmuré.
Y seguí corriendo. Quizá la imposibilidad
de obedecer inmediatamente aquel mandato o la estirada gravedad de mi
examinador, o ambos mo
tivos, alteraron mis nervios, porque la
verdad es que ya no pude encontrar sitio bastante para hacer dar la vuelta al
coche. Continué tragando kilómetros.
— Por qué no regresa? —indagó él.
—No... no... puedo —silabeé.
Le oí suspirar. Corríamos ya por las
afueras.
—Al menos —ordenó--—, pare usted. Pero ya
había llegado al máximum del azoramiento. Apenas se me oyó decir:
—No... no... me acuerdo...
Era verdad, juro que era verdad. Si entre
ustedes hay un hombre realmente nervioso, creerá mis palabras.
El autor sigue su relato del desarrollo
del examen que finaliza una vez que se ha parado el coche por falta de
gasolina. El estado de ánimo del examinador lo describe así:
(…)
Mi acompañante se apeó con una prisa temblorosa y echó a correr, al
través de los sembrados, hacia Madrid. El sombrero le cayó al saltar una cerca,
y no se detuvo a recogerlo.
El personaje de la historia de Fernández
Flores sentencia:
Verse con un auto en las manos es un
grave motivo de preocupación para cualquier hombre prudente. No puede formarse
ni una idea aproximada de la responsabilidad que acepta, hasta que se encuentra
uno en medio de la calle, con el artilugio trepidante, repentinamente dueño de
la vida de los demás.
El hombre que se examinaba para
obtener el carnet y poder conducir su
automóvil de segunda mano llega a sentenciar:
Verse con un auto en las manos es un
grave motivo de preocupación para cualquier hombre prudente. No puede formarse
ni una idea aproximada de la responsabilidad que
acepta, hasta que se encuentra uno en medio de la calle, con el artilugio
trepidante, repentinamente dueño de la vida de los demás.
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