viernes, 1 de mayo de 2020

MI GENERACIÓN NO TIENE SUERTE

Hoy, en plena pandemia, convivimos cinco generaciones: la generación silenciosa (los nacidos entre los años 1920-1930), los baby boomers (nacidos entre  los  años 1940-1950), la generación  X (nacidos entre los años 1960-1970), los millenials  (nacidos entre los años 1980-1990) y los más jóvenes, los de la generación Z.

En cada momento coexisten varias generaciones en un mismo momento, es decir, que en cada fecha hay grupos de contemporáneos que no son coetáneos. Las generaciones no se suceden en fila india, sino que se entrelazan, se solapan o ensamblan. El francés François Mentré dice que las generaciones son como las tejas  de un tejado, están imbricadas unas a las otras.

Cada generación transmite por la educación un cierto fondo de ideas a la que la sigue inmediatamente, y mientras este acto de educación o de transmisión se verifica, la generación educadora está aún en presencia, sufre todavía la influencia de todos los supervivientes de una generación anterior, que no han cesado de tomar una parte notable en el gobierno de la sociedad, en el movimiento de las ideas y los negocios, y que también han perdido toda autoridad doméstica. La juventud que se inicia en el mundo conserva también, más de lo que su presunción la lleva a creer, la huella de las impresiones de la infancia, causada por la conversación de los viejos” ( Julián Marías 1961)

¿Pero, qué es una generación? Según Ortega y Gasset, una generación puede ser: El conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia. El concepto de generación, según el filósofo, no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital.

Y de nuevo surgen otras cuestiones: ¿Qué significa tener la misma edad? ¿Qué significa tener algún contacto vital?

Es un hecho de que  todos los días nacen hombres y mujeres. Es una obviedad  que las personas que  nacen en el mismo día tendrán, en rigor, la misma edad, por tanto, “la generación es un fantasma, un concepto arbitrario que no representa una realidad.



La edad, originariamente y según Ortega, no es una fecha. La edad es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir. Es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven. La edad, pues, no es una fecha, sino una zona de fechas  y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas.

Una generación, se podría decir también que es un conjunto de personas que nacen en fechas próximas y crecen en sociedades semejantes y que se comportan de manera parecida, en alguno sentido.

En cada momento, como es sabido, conviven varias generaciones, es decir, hay hombres y mujeres, que siendo contemporáneos, no son coetáneos.

Según la teoría orteguiana las generaciones tienen una duración de 15 años aproximadamente. Representan los pasos de la historia, son los sujetos de la misma zona de fechas.

Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo,
en el mismo mundo y en la misma sociedad, pero contribuimos a formarlo de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos.

Las generaciones nacen unas detrás de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que la anterior ha dado a la sociedad. Vivir supone para cada generación una obra de dos dimensiones, una consiste en recibir lo vivido—ideas, valores, instituciones, etc.— por la antecedente; la otra, dejar brotar su propia espontaneidad, sus ideas y sus valores intentando imponerlos a la anterior y la siguiente.

Ortega dice que hay épocas cumulativas y épocas eliminatorias y polémicas. Las  generaciones de la épocas cumulativas sintieron una suficiente homogeneidad entre lo que recibieron y lo propio, lo que aportaban. Los nuevos jóvenes, solidarizados con los viejos, se supeditan a ellos: en la política, en la ciencia, en las artes siguen dirigiendo los ancianos. Son tiempos de viejos. Por el contrario, las generaciones de épocas eliminatorias y polémicas, como no se trata de conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos quedan barridos, arrinconados, como objetos sin valor alguno.

En estas últimas décadas, a mi modestísimo modo de contemplar el devenir de los acontecimientos, el choque generacional es el más conflictivo de todos los años que llevo vividos, que no son pocos. Son épocas eliminatorias, diría yo.

Las nuevas generaciones, son más atrevidas y más insolentes que sus antecedentes, han surgido con una fuerza extraordinaria, pero sin la capacidad de asimilación del conocimiento necesario y la pertinente preparación practica para estar a la altura de sus predecesores. No basta haber estado toda la vida en política y en la Universidad para llevar a cabo una buena gestión pública. Me parece que el futuro — a los que le queden — será poco halagüeño. No es pesimismo es realismo.



Pertenezco a la generación de lo que aquí en España se ha dado en llamar la generación de los niños de la posguerra. Si dejamos a un lado los españoles y españolas que vivieron la guerra, somos la generación que peor suerte ha corrido.

Está compuesta, por lo general, de personas muy austeras y trabajadoras. Crecimos en la cultura del esfuerzo y el sacrificio. Gran parte de nuestra existencia fue bastante dura. Los de mi generación, hombres y mujeres, no se merecen el comportamiento que están recibiendo. Un porcentaje muy alto, más del 90% de los que han fallecido son de esa generación, entre los que hay también de la anterior. Muchos de estos que nos han dejado, por no decir todos,  se desriñonaron trabajando para mantener a su familia, dar un porvenir a sus hijos y levantar un país que carecía de los alimentos básicos, de buenas carreteras, de medios de movilidad propios y, como no de internet y de teléfonos móviles.  Y he aquí una burla, una ironía cruel y un gran sarcasmo de la vida; ellos que lo dieron todo, ahora se están yendo de manera anónima, en soledad, sin nada, ni siquiera el consuelo y la proximidad de los suyos. Mala suerte. No, no creo que se merezcan esto y mucho menos esos indignos protocolos que seleccionan por edad el derecho a seguir viviendo.

De niños nos golpearon las decisiones de los dirigentes de la Dictadura y de mayores nos golpean las cuestionables decisiones de los actuales dirigentes. Nos  han tocado los peores dirigentes —sean del color que sean — y en el peor momento para avanzar en un territorio ignoto: la nueva pandemia.

Hasta que hizo acto de presencia esta maldita enfermedad, los más mayores —  yo distingo tres grupos: los jóvenes jubilados (65-70 años), los mayores (71-80 años) y los más mayores (de 81 en adelante) — vienen pasando casi desapercibidos, incluso ignorados por gran parte de nuestra sociedad, a pesar de que los mayores tenemos mucho que decir y aportar a esta sociedad nuestra.

 Somos invisibles, como si no existiéramos. Aunque de vez en cuando se vean emotivos gestos, como el que ha tenido la Guardia Civil de Puente de Génave con Francisco Alguacil por su 96 cumpleaños; un puenteño que tenía 12 años cuando estalló aquella incívica guerra.



Para las distintas Administraciones Públicas, no estamos, precisamente, ni en el centro de sus preocupaciones ni de sus presupuestos. Para los partidos políticos solo somos  una papeleta en la urna; después se olvidan de que existimos. Y qué decir de la economía y de la sanidad; para la primera un fastidio y para la segunda un gasto.

Un político de mi generación, Felipe González, sentenció: Quien sólo vale para ser diputado, es probable que tampoco sirva para eso. Yo añadiría: quien solo vale para ser político, es probable que tampoco sirva para eso.

Lo he dicho muchas veces y a todos los que me han querido oir que mi generación no tiene suerte. En la infancia padecimos o fuimos testigos de la escasez y la hambruna de los años de la posguerra, y en la vejez, al pertenecer por edad a uno de los grupos de alto riesgo, padecemos o somos testigos de los mortales ataques del coronavirus. Si todo esto no es tener mala suerte, “que venga Dios y lo diga”, como decía mi abuelo.

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