Era
un día frío del mes de Enero. La Navidad había quedado atrás. Nuestra madre,
aprovechando que el día había amanecido despejado, acompañó a nuestro padre a
las “Alberquillas, para ayudarle a recoger la aceituna de las “cuatro” olivas
que tenían en propiedad. Nos hicieron levantar con las primeras luces del día.
Nuestro padre nos cogió de la mano y nos llevó a casa de mis abuelos en
“aquelao”.
Taparos
la boca, nos dijo, cuando pasábamos por el puente nuevo. ¡Dios, qué frio hacia
en aquella parte de la carretera!
Cuando
llegamos, ya estaba encendida la lumbre en la cocina que tenían en el sótano. “Mamamparo”,
la única abuela que teniamos, nos
preparó un buen tazón de leche de su cabra, con migas de pan.
Cuando
me fui a la escuela, la que había en el primer piso de la casa de Cuadros, la
que fue también de D. Ernesto, mi hermana se cogió una buena verraquera porque quería venir conmigo.
Acabó
la jornada escolar de la mañana y me
dirigí a casa de mis abuelos. Estaba a punto de entrar, cuando mi abuelo salía
con un sobre en la mano.
— ¿A dónde vas “Papache”?
—
A echar esta carta a correos.
—
¿Me puedo ir contigo?
—
Bueno, pero que no te vea tu hermana…ya has visto la que ha liado esta mañana.
—
Pero tengo que dejar el libro.
—
No, llévatelo, no sea que te vea.
Me cogió de la mano y nos encaminamos al Ayuntamiento que es donde estaba
correos. Primero entramos en el estanco a comprar un sello. Por aquel entonces
estaba en la primera casa que hay subiendo las escalerillas del río, la que fue
de Paco Ortega.
Llegamos
al Ayuntamiento y allí estaba, como esperándonos.
—
¡Papache, qué feo es correos!— le dije.
Nos pusimos frente a
aquella horrible cara de aspecto feroz,
con una boca grandísima, ojos saltones, nariz achatada, grandes arrugas en la frente,
ceño fruncido, cejas pobladas y una desgreñada cabellera que más bien
parecían cardos borriqueros. En verdad,
asustaba a los chiquillos y chiquillas, pero con el tiempo le perdíamos el miedo.
Miré a mi abuelo y le
pregunté: — ¿Puedo echar la carta?
Mi abuelo se
giró, me miró y, con semblante serio, me preguntó:
— ¿Tú dices
mentiras?
— No… nunca.
Mi madre siempre nos dice, a mi hermana y a mí, que no debemos mentir —. Le conteste sin entender por qué me hacía
aquella pregunta.
— Cuando echas una carta por esa gran boca, si metes la mano y eres un
mentiroso te la morderá — me dijo con solemnidad.
.
Me dio el
sobre que contenía la carta y me levantó con sus forzudos brazos hasta quedar a
la altura de aquella horrible bocaza.
Con la mano
derecha puse el sobre apoyado en aquel horripilante labio inferior y, con la izquierda, lo empujé cuidándome de
no tocar aquella horrorosa boca. Por supuesto que no me mordió.
Ya de mayor,
documentándome para un viaje que hice a Italia con mi mujer, supe que en Roma,
incrustada en el pórtico de la iglesia
de Santa Maria in Cosmedi, hay una enorme y horrenda máscara que,
según la leyenda, muerde la mano de todo aquel que miente y osa introducirla en
su boca. Cuenta la leyenda, que los monjes que habitaban
en la iglesia metían escorpiones. No creo que tuvieran tan mala leche, y solo fuera
una maledicencia de la leyenda.
La llaman: Bocca della Verità. Es uno de los
rincones más visitados de la siempre bulliciosa y caótica ciudad sobre todo
desde que la gente vio la película de “Vacaciones en Roma”, protagonizada por Gregory Peck y Audrey Hepburn.
En esta cinta el actor gasta una broma Audrey
Hepburn haciendo como que pierde la mano al introducirla en la boca, emulando
así la leyenda. Los cinéfilos dicen que la escena en la que el apuesto y
simpático periodista (Peck) asusta a la encantadora princesa (Hepburn) no
estaba en el guion. Fue una improvisación de él y, por lo tanto, el sobresalto
fue real.
No creo que mi abuelo conociera aquella leyenda de la “Bocca della Verità, pero es posible que viera en el cine
Mari-Paz, primero de Longino Carrasco y después de su hijo Pedro Carrasco, la
romántica película, y él hiciera, con el
buzón de correos, su particular versión, aquella que me contó aquel día que le acompañé
a echar la carta.
Nunca lo
supe, ni siquiera para quien era aquella carta, pero sí es cierto que cuantas veces arrojé una carta en aquel buzón
de correos, toda una composición alegórica realizada con azulejos, muy
posiblemente, procedentes de la Real Fábrica de Cerámica de la Cartuja de
Sevilla, lo hice de la misma forma, y
tuve un pensamiento para mi abuelo, “papache”. Se llamaba Juan José. De ahí mi
nombre de pila.
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