miércoles, 20 de mayo de 2020

EL BUZÓN DE CORREOS DEL PUENTE Y MI ABUELO

Era un día frío del mes de Enero. La Navidad había quedado atrás. Nuestra madre, aprovechando que el día había amanecido despejado, acompañó a nuestro padre a las “Alberquillas, para ayudarle a recoger la aceituna de las “cuatro” olivas que tenían en propiedad. Nos hicieron levantar con las primeras luces del día. Nuestro padre nos cogió de la mano y nos llevó a casa de mis abuelos en “aquelao”.

Taparos la boca, nos dijo, cuando pasábamos por el puente nuevo. ¡Dios, qué frio hacia en aquella parte de la carretera!    

Cuando llegamos, ya estaba encendida la lumbre en la cocina que tenían en el sótano. “Mamamparo”, la única abuela que  teniamos, nos preparó un buen tazón de leche de su cabra, con migas de pan.
Cuando me fui a la escuela, la que había en el primer piso de la casa de Cuadros, la que fue también de D. Ernesto, mi hermana se cogió una buena verraquera porque  quería venir conmigo.

Acabó la jornada escolar de la mañana  y me dirigí a casa de mis abuelos. Estaba a punto de entrar, cuando mi abuelo salía con un sobre en la mano.
 — ¿A dónde vas “Papache”?
— A echar esta carta a correos.
— ¿Me puedo ir contigo?
— Bueno, pero que no te vea tu hermana…ya has visto la que ha liado esta mañana.
— Pero tengo que dejar el libro.
— No, llévatelo, no sea que te vea.
Me cogió de la mano y nos encaminamos al Ayuntamiento que es donde estaba correos. Primero entramos en el estanco a comprar un sello. Por aquel entonces estaba en la primera casa que hay subiendo las escalerillas del río, la que fue de Paco Ortega.



Llegamos al Ayuntamiento y allí estaba, como esperándonos.
— ¡Papache, qué feo es correos!— le dije.

Nos pusimos frente a aquella horrible  cara de aspecto feroz, con una boca grandísima, ojos saltones,  nariz achatada, grandes arrugas en la frente, ceño fruncido, cejas pobladas y una desgreñada cabellera que más bien parecían  cardos borriqueros. En verdad, asustaba a los chiquillos y chiquillas, pero con el tiempo le perdíamos el miedo.
 Miré a mi abuelo  y le pregunté: — ¿Puedo echar la carta?
 Mi abuelo se giró, me miró y, con semblante serio, me preguntó:
 — ¿Tú dices mentiras?
 — No… nunca. Mi madre siempre nos dice, a mi hermana y a mí, que no debemos mentir —.  Le conteste sin entender por qué me hacía aquella pregunta.
 — Cuando echas una carta por esa gran boca, si metes la mano y eres un mentiroso  te la morderá — me dijo con solemnidad.
.

Me dio el sobre que contenía la carta y me levantó con sus forzudos brazos hasta quedar a la altura de aquella horrible bocaza.


Con la mano derecha puse el sobre apoyado en aquel horripilante labio inferior  y, con la izquierda, lo empujé cuidándome de no tocar aquella horrorosa boca. Por supuesto que no me mordió.
                                         
Ya de mayor, documentándome para un viaje que hice a Italia con mi mujer, supe que en Roma, incrustada en el pórtico de la iglesia  de Santa Maria in Cosmedi, hay una enorme y horrenda máscara que, según la leyenda, muerde la mano de todo aquel que miente y osa introducirla en su boca. Cuenta la leyenda, que los monjes que habitaban en la iglesia metían escorpiones. No creo que tuvieran tan mala leche, y solo fuera una maledicencia de la leyenda.

 La llaman: Bocca della Verità. Es uno de los rincones más visitados de la siempre bulliciosa y caótica ciudad sobre todo desde que la gente vio la película de “Vacaciones en Roma”, protagonizada por Gregory Peck y Audrey Hepburn.


En esta cinta el actor gasta una broma Audrey Hepburn haciendo como que pierde la mano al introducirla en la boca, emulando así la leyenda. Los cinéfilos dicen que la escena en la que el apuesto y simpático periodista (Peck) asusta a la encantadora princesa (Hepburn) no estaba en el guion. Fue una improvisación de él y, por lo tanto, el sobresalto fue real.



No creo que mi abuelo conociera aquella  leyenda de la “Bocca della Verità, pero es posible que viera en el cine Mari-Paz, primero de Longino Carrasco y después de su hijo Pedro Carrasco, la romántica película, y él hiciera,  con el buzón de correos, su particular versión,  aquella que me contó aquel día que le acompañé a echar la carta.



 

Nunca lo supe, ni siquiera para quien era aquella carta, pero sí es cierto que  cuantas veces arrojé una carta en aquel buzón de correos, toda una composición alegórica realizada con azulejos, muy posiblemente, procedentes de la Real Fábrica de Cerámica de la Cartuja de Sevilla,  lo hice de la misma forma, y tuve un pensamiento para mi abuelo, “papache”. Se llamaba Juan José. De ahí mi nombre de pila.
 


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