lunes, 9 de noviembre de 2020

NUESTROS DIFUNTOS

 

El pasado 2 de noviembre fue día de los fieles difuntos y rendimos homenaje a nuestros muertos. Unos desde la cercanía, visitando  sus tumbas. Otros, desde la distancia, teniendo un recuerdo para ellos y quizá una plegaria. Pero unos y otros rindiendo un sentido homenaje a su memoria y a su paso por esta vida. 

Todos tenemos nuestros muertos. Me cuesta creer que, al menos estos días, pueda haber gente que no tenga un breve recuerdo para los suyos.


Para los católicos, esta festividad  tiene su base en la creencia de una vida eterna. Noviembre se convierte en el mes de las ánimas, período propicio para rezar por la de los allegados que se fueron, y reflexionar sobre el dogma cristiano de la resurrección de los muertos. Para los no creyentes, visitar los cementerios y llevar flores a su tumba. Y para el resto, celebrar Halloween, esa absurda fiesta importada que nada tiene que ver con nuestra cultura.


En estas fechas no puedo por menos que  acordarme de dos insignes poetas: uno más próximo en el tiempo, D. Antonio Machado, siglo XX, andaluz y sevillano, y otro, más próximo en el espacio, D. Jorge Manrique, serrano de Segura de la Sierra.

D. Antonio Machado, parafraseando al gran filósofo griego Epicuro, nos dejó dicho: La muerte es algo que no debemos temer, porque, mientras somos,  la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos.

“Daba el reloj las doce” es uno de los poemas de Machado. La muerte es el tema principal, y el paso del tiempo, el subordinado.

No habrá un momento de encuentro entre una persona y su muerte, ambos se esquivan como si estuvieran jugando al escondite.

Daba el reloj las doce… y eran doce
golpes de azada en tierra… 
- ¡Mi hora! ...-grité. El silencio
me respondió:-No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla…

El paso del tiempo es uno de los temas de este poema, aunque supeditado al tema principal, el de la muerte. El poeta presiente su proximidad y la conciencia de su llegada es tan estentórea  y clara que provoca que las campanadas del reloj se convierten en redoble funeral.


Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

 En cuanto a Jorge Manrique, mi admirado poeta desde que en el bachillerato elemental estudié aquella asignatura llamada “Lengua y Literatura”. Por aquellos años yo creía que era palentino. Mis libros y mis profesores así lo decían, pero gracias a otros insignes serranos, hoy sabemos que es de ese bonito pueblo que es Segura de la Sierra.



Aprendí de memoria algunas estrofas de su poema Coplas a la muerte de su padre. Son versos  para reflexionar sobre la caducidad del tiempo, lo fugaz y fragilidad de la materia, y el recuerdo de su padre muerto. En este memorable poema, Jorge Manrique nos invita a que  el recuerdo de quienes nos quisieron perdure en nosotros. Alguien ha dicho que la memoria de los vivos prolonga la vida de los muertos.

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando,

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,

cualquiera tiempo pasado

fue mejor.

La obra plantea la vida como un camino o un río que avanza con el paso inexorable del tiempo. Habla de la existencia mediante la vida, la fama y la eternidad. Son coplas de reflexión muy adecuadas a estos días pasados de difuntos. Habla de lo rápido que pasa todo aquello que consideramos bueno, y que antes de que te des cuenta, has llegado a la vejez, y  ya solo queda esperar la muerte.

 

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir;

allí van los señoríos

derechos a se acabar y consumir;

allí los ríos caudales,

allí los otros medianos

y más chicos,

y llegados, son iguales

los que viven por sus manos

y los ricos.

 

En este prodigio de las letras del siglo XV, nuestro ilustre segureño nos invita a reflexionar, además de lo fugaz de esta vida, sobre una segunda vida. Su madre, como buena cristiana, educó a su hijo  en la creencia de otra después de muerto.

Esa otra vida que vivimos tras la terrenal y de la que nos habla el poeta segureño, consiste en perdurar el recuerdo de aquellos que nos quisieron. Alguien ha dicho que la memoria de los vivos prolonga la vida de los muertos.

En estos días de difuntos, y a pesar de la pandemia, los cementerios han estado concurridos. Las tumbas se han visto adornadas con los colores  y el verdor de las plantas. Las familias han hablado en silencio con sus seres queridos y algunos hasta se  hayan parado ante la tumba de algún vecino o hayan depositado alguna flor ante la lápida de algún nicho con apariencia de abandono, o hayan  hecho un recorrido leyendo epitafios que los hay con mucha enjundia. No son otra cosa que actos con la intención de humanizar la muerte, de acercarnos a los que se fueron, de hacerles saber que los hemos querido y que les reservamos un rinconcito en nuestras vidas.






Por estas fechas, recuerdo además de mis dos poeta favoritos, el toque de ánimas  o de difuntos que tenía lugar en en nuestro pueblo en la noche del 1 al 2 de noviembre. Más de un año,  los monaguillos y otros que no lo eran pasábamos la noche entera tocando a difuntos. Del toque de ánimas como se le llamaba aquel doblar de campanas y de las visitas al camposanto hemos pasado a Halloween. Y poco a poco vamos olvidando nuestra tradición.La noche de los difuntos no es un festival de disfraces, al cual más absurdo. Y tampoco es un maratón de devorar golosinas. Es, sencillamente, una fiesta para honrar a nuestros muertos.

 







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