No es mucha la literatura que se puede encontrar sobre autoescuelas
o academias de chauffeurs, de conducir o
de automovilismo como las llamaban antes,
y menos de escritores de renombre. Sin embargo, yo sé de dos: Uno, Wenceslao
Fernández Flores (La Coruña, 1885-Madrid, 1964) y el otro, Antonio Gala (Brazatortas,
Ciudad Real, 1930).
No es que hayan escrito sobre
ellas, sino que, de pasada, en alguna de sus obras aluden a las mismas.
Antonio Gala, manchego de
nacimiento, andaluz por adopción, y con un gran amor por esta, nuestra tierra
como él mismo lo atestigua en su Tronera: "Córdoba es mi madre; Sevilla, fue y
sigue siendo mi novia; Granada, mi amante"; "Málaga, mi enfermera”,
es decir, lo que hoy más necesito...".
A sus noventa años, ya cumplidos,
es una leyenda, con su epitafio ya escrito: “Murió vivo”. Con cinco años escribió su primer cuento, a los siete
pergeñó una obra teatral, y a los catorce ya era conferenciante en el Círculo
de la Amistad de Córdoba. A lo largo de su dilatada trayectoria ha acumulado
más de cuatrocientos títulos, fruto, sin lugar a dudas, de su legendaria incontinencia literaria.
Entre
sus libros hay uno que ocupa un lugar preferente en mi menguada biblioteca: “Ahora
hablaré de mi” (Editorial Planeta 2000).
Antonio Gala, con este libro y según él, ha querido
saldar una cuenta pendiente con sus lectores. Es una obra que le ha permitido
hablar "en primera persona, sin coturnos, descalzo", con aquellos y
aquellas que lo han situado como el escritor vivo más leído de España.
Según Gala, no es una obra autobiográfica en sentido estricto,
sino más bien "una vaga colección
de recuerdos y de anécdotas" estructurada en 24 capítulos, y que se pueden
leer de forma libre, que es a la vez la forma como el autor concibe su andadura
por la vida.
El capitulo uno de los veinticuatro que tiene la obra
lo titula: El automóvil y yo. En él
relata de este modoí su paso por una autoescuela madrileña:
Había una
autoescuela en la esquina de Serrano con General Mola. Su nombre era El
Moderno, que me parecía de lo mas
seductor, por lo cual ingresé en ella repleto de renovada esperanza. Digo esto
porque mi primera esperanza automóvil había sufrido un gran revés a los siete
años (…).
El revés al que alude Antonio Gala estaba causado por
una bicicleta que le habían regalado y
sus pocas dotes para montar en ella.
Entré en
la autoescuela El Moderno con ánimo resuelto y pisando todo lo fuerte que podía
y que me consentían sus antiguas y sonoras baldosas. El dueño se llamaba don
Santiago, y yo era un escritor de teatro (odio las palabras dramaturgo y
comediógrafo: ignoro cúal es mas desastrosa) que había tenido un éxito sonado,
Los verdes campos del Edén. Don Santiago había visto la pieza, y no ocultó en
principio su predilección por mi Me designó sucesivamente tres profesores.
Hacían todo lo que estaba a su alcance;
pero yo no progresaba. Me llevaban a lugares lejanos y solitarios, a urbanizaciones
con solo las calles terminadas. Me decían, por ejemplo:
-
Desembrague usted.
Yo, que
no tenia ni idea, me defendía a mí manera:
-
¿Desembragar? ¿Delante de usted? De ninguna manera. Ni que lo sueñe...
Y otras
cosas por el estilo, que les hacían reír. Así que regresábamos a la autoescuela
con una amistad nueva y con las carrocerías arañadas.
Transcurrió
una semana larga antes de que don Santiago me dijera:
- Don
Antonio, tendré mucho gusto en invitarlo a una copa en el bar de la esquina de
enfrente.
- Y yo
tendré mucho gusto en aceptarla, don Santiago.
La
conversación, salvo que parecíamos dos personajes de Azorín, transitaba con
bastante equilibrio. Hasta que don Santiago de repente se soltó:
- Nos
gustarla, a mí y al resto de la plantilla, que usted se quedara con nosotros
toda la vida, don Antonio. Es usted muy simpático y escribe usted muy bien. En
el peor de los casos, don Antonio, podía usted ser un reclamo para nuestra
autoescuela.
- Con mil
amores, don Santiago. Pero ¿toda la vida...?
- Es que
usted, don Antonio, no aprenderá nunca a conducir.
- ¿Nunca,
don Santiago? Se trata de una dura palabra.
- Nunca
jamás, que es peor.
- Pero
los ejercicios teóricos -yo me defendí- los aprobaría esta misma tarde
- Es a
los prácticos a los que me refiero. Y lo malo no es que usted no aprenda a
conducir de ninguna manera, sino que se les está olvidando a los profesores.
No puedo
expresar la tristeza que me produjo aquel ominoso vaticinio (…).
Pronto me
aconsejó alguien que levantara la moral y cambiara de autoescuela. Fui a una de
Manuela Malasaña. EI dueño era un militar o lo había sido. Me aseguró que ellos
estaban especializados en intelectuales cretinos y en gente desechada por otras
autoescuelas.
- La
competencia nunca tiene razón.
Fue la
última frase de su arenga. Solo cuatro días después me llamo al zaquizamí donde
tenía su despacho y me advirtió en voz baja:
- Por
primera vez la competencia, en su caso, tiene razón, señor Gala. No puedo
tolerar que usted gaste dinero en una actividad
de la que no va a obtener fruto ninguno.
Aun
ignoro si el militar creyó que me iba a dedicar al taxi.
Pero el
único consuelo que me quedó fue enterarme, algo más tarde, de que su institución
es la que daba el promedio de accidentes más alto de todo Madrid.
Pocos
días después, Antonio Gala le confiesa a un amigo su reiterado fracaso mecánico
y este le dice:
-Si no
tienes miedo, yo me comprometo a enseñarte. No tengas cuidado.
Gala
describe así esta experiencia:
Una mañana subimos en el coche
(…). Me llevó, desde Cea Bermúdez, a la
Universitaria, e hizo toda clase de tropelías: adquiría una velocidad tremenda,
frenaba de golpe a unos pocos centímetros de un muro, imprimía giros repentinos
e inverosímiles.
Aceleraba sobre los badenes
para que yo me diese con la cabeza en el techo...
-Está bien. Miedo, desde luego,
no tienes. Te enseñaré (…).
Se buscó un todoterreno muy
alto, que entonces estaba muy de moda y que era como un púlpito (…).
Decidió darme las lecciones en los
antiguos Altos del Hipódromo. Desde La Castellana íbamos a subir por Vitruvio,
dejando a la derecha el Museo de Ciencias, y no lejos, el monumento, o lo que
sea, a Isabel la Católica. Allí
me entregó los trastes de la alternativa. Me acomodé y me consideré en mi
debido sitio. A sus órdenes, puse el coche en marcha.
- Acelera -me gritó de repente.
Yo no había tenido con aquel
aparato ni un si ni un no. Sabia cual era el papel de cada pedal. Pise el que
correspondía, a fondo.
Aquel monstruo, indiferente a
mi intención bien manifiesta, dio un salto tremendo y vengativo, y se echó
marcha atrás a descender la cuesta de Vitruvio a toda pastilla. Después giró, y
fue a dar, rompiendo o torciendo o saltando, qué sé yo, la barandilla del
monumento, al lago que rodea la estólida estatua de doña Isabel. Se inmovilizó
en una postura indecible: las dos ruedas traseras dentro del agua y, casi en
vertical, apoyadas las delanteras en el borde del estanque (…).
Así acabó
mi aventura personal. Ocasionó que mis amigos me llamaran Fangio, que me
llamaran Fittipaldi, que me llamaran Niki Lauda, (…)
Nunca -
nunca jamás como aseguraba don Santiago - volví a sentarme, ni en broma, ante
un volante. No obstante, no he cesado de preferir los amigos con coche y los
viajes en él. Y no me ha afligido, a pesar de que en ocasiones he viajado con
gente que conduce peor que yo, (…).
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