domingo, 7 de febrero de 2021

ANTONIO GALA Y EL PERMISO DE CONDUCIR

 

No es mucha la literatura que se puede encontrar sobre autoescuelas o academias de  chauffeurs, de conducir o de automovilismo  como las llamaban antes, y menos de escritores de renombre. Sin embargo, yo sé de dos: Uno, Wenceslao Fernández Flores (La Coruña, 1885-Madrid, 1964) y el otro, Antonio Gala (Brazatortas, Ciudad Real, 1930).


No es que hayan escrito sobre ellas, sino que, de pasada, en alguna de sus obras aluden a las mismas.

Antonio Gala, manchego de nacimiento, andaluz por adopción, y con un gran amor por esta, nuestra tierra como él mismo lo atestigua en su Tronera:   "Córdoba es mi madre; Sevilla, fue y sigue siendo mi novia; Granada, mi amante"; "Málaga, mi enfermera”, es decir, lo que hoy más necesito...".

A sus noventa años, ya cumplidos, es una leyenda, con su epitafio ya escrito: “Murió vivo”. Con cinco años escribió su primer cuento, a los siete pergeñó una obra teatral, y a los catorce ya era conferenciante en el Círculo de la Amistad de Córdoba. A lo largo de su dilatada trayectoria ha acumulado más de cuatrocientos títulos, fruto, sin lugar a dudas, de su legendaria incontinencia literaria.

Entre sus libros hay uno que ocupa un lugar preferente en mi menguada biblioteca: “Ahora hablaré de mi” (Editorial Planeta 2000).

Antonio Gala, con este libro y según él, ha querido saldar una cuenta pendiente con sus lectores. Es una obra que le ha permitido hablar "en primera persona, sin coturnos, descalzo", con aquellos y aquellas que lo han situado como el escritor vivo más leído de España.

Según Gala, no es una obra autobiográfica en sentido estricto,  sino más bien "una vaga colección de recuerdos y de anécdotas" estructurada en 24 capítulos, y que se pueden leer de forma libre, que es a la vez la forma como el autor concibe su andadura por la vida.

El capitulo uno de los veinticuatro que tiene la obra lo titula: El automóvil y yo. En él relata de este modoí su paso por una autoescuela madrileña:

Había una autoescuela en la esquina de Serrano con General Mola. Su nombre era El Moderno, que me parecía  de lo mas seductor, por lo cual ingresé en ella repleto de renovada esperanza. Digo esto porque mi primera esperanza automóvil había sufrido un gran revés a los siete años (…).



El revés al que alude Antonio Gala estaba causado por una bicicleta que le   habían regalado y sus pocas dotes para montar en ella.

Entré en la autoescuela El Moderno con ánimo resuelto y pisando todo lo fuerte que podía y que me consentían sus antiguas y sonoras baldosas. El dueño se llamaba don Santiago, y yo era un escritor de teatro (odio las palabras dramaturgo y comediógrafo: ignoro cúal es mas desastrosa) que había tenido un éxito sonado, Los verdes campos del Edén. Don Santiago había visto la pieza, y no ocultó en principio su predilección por mi Me designó sucesivamente tres profesores. Hacían  todo lo que estaba a su alcance; pero yo no progresaba. Me llevaban a lugares lejanos y solitarios, a urbanizaciones con solo las calles terminadas. Me decían, por ejemplo:

- Desembrague usted.

Yo, que no tenia ni idea, me defendía a mí manera:

- ¿Desembragar? ¿Delante de usted? De ninguna manera. Ni que lo sueñe...

Y otras cosas por el estilo, que les hacían reír. Así que regresábamos a la autoescuela con una amistad nueva y con las carrocerías arañadas.

Transcurrió una semana larga antes de que don Santiago me dijera:

- Don Antonio, tendré mucho gusto en invitarlo a una copa en el bar de la esquina de enfrente.

- Y yo tendré mucho gusto en aceptarla, don Santiago.

La conversación, salvo que parecíamos dos personajes de Azorín, transitaba con bastante equilibrio. Hasta que don Santiago de repente se soltó:

- Nos gustarla, a mí y al resto de la plantilla, que usted se quedara con nosotros toda la vida, don Antonio. Es usted muy simpático y escribe usted muy bien. En el peor de los casos, don Antonio, podía usted ser un reclamo para nuestra autoescuela.

- Con mil amores, don Santiago. Pero ¿toda la vida...?

- Es que usted, don Antonio, no aprenderá nunca a conducir.

- ¿Nunca, don Santiago? Se trata de una dura palabra.

- Nunca jamás, que es peor.

- Pero los ejercicios teóricos -yo me defendí- los aprobaría esta misma tarde

- Es a los prácticos a los que me refiero. Y lo malo no es que usted no aprenda a conducir de ninguna manera, sino que se les está olvidando a los profesores.

No puedo expresar la tristeza que me produjo aquel ominoso vaticinio (…).

 

Pronto me aconsejó alguien que levantara la moral y cambiara de autoescuela. Fui a una de Manuela Malasaña. EI dueño era un militar o lo había sido. Me aseguró que ellos estaban especializados en intelectuales cretinos y en gente desechada por otras autoescuelas.

- La competencia nunca tiene razón.

Fue la última frase de su arenga. Solo cuatro días después me llamo al zaquizamí donde tenía su despacho y me advirtió en voz baja:

- Por primera vez la competencia, en su caso, tiene razón, señor Gala. No puedo tolerar que usted gaste dinero en una actividad  de la que no va a obtener fruto ninguno.

Aun ignoro si el militar creyó que me iba a dedicar al taxi.

Pero el único consuelo que me quedó fue enterarme, algo más tarde, de que su institución es la que daba el promedio de accidentes más alto de todo Madrid.

 

Pocos días después, Antonio Gala le confiesa a un amigo su reiterado fracaso mecánico y este le dice:     

-Si no tienes miedo, yo me comprometo a enseñarte. No tengas cuidado.

Gala describe así esta experiencia:

Una mañana subimos en el coche (…). Me llevó,  desde Cea Bermúdez, a la Universitaria, e hizo toda clase de tropelías: adquiría una velocidad tremenda, frenaba de golpe a unos pocos centímetros de un muro, imprimía giros repentinos e inverosímiles.

Aceleraba sobre los badenes para que yo me diese con la cabeza en el techo...

-Está bien. Miedo, desde luego, no tienes. Te enseñaré (…).

Se buscó un todoterreno muy alto, que entonces estaba muy de moda y que era como un púlpito (…).

Decidió darme las lecciones en los antiguos Altos del Hipódromo. Desde La Castellana íbamos a subir por Vitruvio, dejando a la derecha el Museo de Ciencias, y no lejos, el monumento, o lo que sea, a Isabel la Católica. Allí me entregó los trastes de la alternativa. Me acomodé y me consideré en mi debido sitio. A sus órdenes, puse el coche en marcha.

- Acelera -me gritó de repente.

Yo no había tenido con aquel aparato ni un si ni un no. Sabia cual era el papel de cada pedal. Pise el que correspondía, a fondo.

Aquel monstruo, indiferente a mi intención bien manifiesta, dio un salto tremendo y vengativo, y se echó marcha atrás a descender la cuesta de Vitruvio a toda pastilla. Después giró, y fue a dar, rompiendo o torciendo o saltando, qué sé yo, la barandilla del monumento, al lago que rodea la estólida estatua de doña Isabel. Se inmovilizó en una postura indecible: las dos ruedas traseras dentro del agua y, casi en vertical, apoyadas las delanteras en el borde del estanque (…).

Así acabó mi aventura personal. Ocasionó que mis amigos me llamaran Fangio, que me llamaran Fittipaldi, que me llamaran Niki Lauda, (…)

Nunca - nunca jamás como aseguraba don Santiago - volví a sentarme, ni en broma, ante un volante. No obstante, no he cesado de preferir los amigos con coche y los viajes en él. Y no me ha afligido, a pesar de que en ocasiones he viajado con gente que conduce peor que yo, (…).




No hay comentarios:

Publicar un comentario