Mientras mi hemana crecia sana, yo casi me convertí en un niño enfermizo y enclenque hasta que cumpli los diez u once años. No habia virus o bacteria que no se ensañara con mi cuerpo. Sarampión, varicela, tifus, paperas, catarros, tosferina o cualquier otra enfermedad que pululara por el pueblo, yo era un buen candidato para cualquera de ellas. Mi madre pensaba, con no falta de argumentos, que yo era un niño enclenque y enfermizo y que necesitaba vitaminas. Por eso, durante un tiempo un par de días a la semana por la mañana y antes de irme a la escuela “Elcura”, me daba un ponche.
En un vaso grande ponía la yema batida de un huevo, leche y añadia un vasito de vino de quina. Del aquel vino se decía que tenía efectos saludables. “Es medicina y es golosina”, decía el lema de Quina Santa Catalina. “Este excelente vino quinado es muy bueno para niños y mayores”, rezaba el de Kina San Clemente.Uno de aquellos días, a mi madre se le debió ir la mano y puso
más vino de quina de lo acostumbrado y yo salí de casa más ufano que ningún
otro día. Enfile la mal de contento la calle “Arroyo”, cruce la Plaza de la
Iglesia y bajé la calle Nueva, hoy “San Isidro”, hasta la escuela. Aquella mañana la lección
que teniamos que llevar aprendida trataba de los huesos y musculos del cuerpo
humano. Yo eufórico los recordé todos, incluso ese que tanto me costaba con
tantas silabas llamado cleidomastoideo.
Nunca lo he olvidado.
A lo mejor ahora, a mi edad, debería
empezar a tomar aquel tipo de ponche y la neuralgia posherpética que padezco
hace un tiempo provocada por uno de aquellos virus que atacó mi cuerpo de niño
y que ha permanecido dormido en él hasta que el muy jodido ha encontrado las
condiciones adecuadas para atacar de nuevo.
De niño, la varicela y a mis setenta y pico, la neuralgia postherpética,
la llamada “culebrilla”. Dos ataques del mismo virus en distintas épocas de mi
vida, pero yo sigo acordándome del esternocleidomastoideo.
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