A finales de la década de
los cuarenta era un niño de casi siete
años que se bañaba, rio arriba, en Las
Moreas, en el charco El Lobo o La Pantaleona, y rio abajo, en los Zarzalones o en La Central. Cualquier sitio era bueno para disfrutar en verano de
nuestro rio.
Cualquier fotografía que
veo del Puente, en especial las antiguas, esas que ya amarillean por el paso del tiempo, no es para mí
una simple y anodina imagen inmóvil, más
o menos bonita, con más o menos luz, mejor o peor encuadrada, para mí es algo
más. Es un acontecimiento retenido, catalogado, registrado y archivado en mi memoria. Todas llevan, de
una u otra manera, una carga anecdótica, emocional e interpretativa de mi niñez
y de mi adolescencia, vividas en este bonito pueblo serrano.
El puenteño o puenteña que lea estas lineas, seguro que reconocerá este
tramo del río, ¿verdad?
En esa zona estuvimos a
punto de perecer ahogados mi amigo Pepe, “El Cartero” (D.E.P.) y un servidor,
Juan José, “Chelete”. Por aquellos años, en especial los chiquillos teníamos un mote, un apodo, un alias:
“Boliches”, “El Raspa”, “Farruco”, “Chimindoque”, ”El Divino”, “Joto”, “El pelotas”,
“Matagatos”, “El sietequinientas”, “El canijo”, etc., etc. La mayoría de motes nos lo poníamos unos a otros, y algunos
los heredaban de sus progenitores. Los motes eran un síntoma de inventiva y
buen humor. Inventiva para ponerlos y humor del bueno para aceptarlos. La
verdad es que nunca corrió la sangre por descalabrar a alguien de una pedrada,
al menos que yo recuerde, por un mote malintencionado. Quizá porque no los
había.
Siempre que he retornado al
Pueblo y he cruzado a pie el puente nuevo, me he detenido unos minutos a contemplar
esa parte del río. He rememorado aquel episodio y he tenido un recuerdo para mi
amigo de la infancia y de la adolescencia y, por supuesto, para nuestro salvador, Fernando, “El municipal”.
No deberíamos tener más de
6 o 7 añitos. Era una calurosa tarde del mes de junio. Estábamos, mi amigo Pepe
y yo, jugando en la puerta de mi casa, en la calle del Arroyo. Había venido para hacerme compañía y solidarizarse conmigo porque sabía que yo estaba castigado y no me dejaban salir de casa.
Su abuela, una gran mujer,
vivía en la calle la Cruz, no muy lejos de mi casa. Éramos muy buenos amigos. Yo iba a jugar con él a
casa de sus padres, en el Ayuntamiento, o a casa de su abuela, o él venía a mi
casa. Él era mejor que yo jugando a las bolas y yo mejor que él jugando al
futbol.
Aquel día, por
benevolencia de mi madre, que me levantó
el castigo, estábamos en la calle pero con la advertencia materna de no pasar
de la esquina de María Juana, ni de la
de Zacarías; así mi madre podría controlarnos en cualquier momento que saliera
a la puerta de casa.
Estábamos entretenidos en nuestras cosas, cuando aparecieron unos cuantos
chiquillos de la calle la Cruz. Llevaban unas toscas cañas de pescar, de aquellas
que nosotros nos montábamos. Por supuesto,
sin carrete ni otras mandangas; solo la caña, el sedal, que en ocasiones era un
trozo de hilo bramante y un rudimentario anzuelo. De cebo, lombrices cogidas en
alguna parte del Arroyo de Peñolite.
Nos invitaron a unirnos a
ellos. No recuerdo si mi amigo me convenció o fui yo quien convenció a él, a
pesar de que el castigado era yo. Sea
como fuere, el caso es que el grupo había aumentado en dos chiquillos más cuando
llegó al río, mi amigo Pepe y yo.
Antes de ensartar, en el
anzuelo, la correspondiente lombriz, de
las muchas que había en aquella lata, alguno de la cuadrilla aseguró que en la
otra orilla había más peces y picaban más. Sin pensarlo decidimos cruzar por el lugar que no
nos cubría ni por la rodillas, pero que la corriente no era de despreciar para
unos “ñecos” como nosotros dos. El rio, en aquellos años bajaba con bastante
más caudal del que suele traer en estos últimos tiempos.
En esa parte del río hay
una risca, perfectamente visible desde el puente nuevo. Justo a su altura había
una poza de de una profundidad considerable en comparación con nuestra corta estatura,
pero, como acabo de decir, antes de la poza había un paso donde el agua no llegaba
a cubrir
nuestras rodillas. Y ese fue el paso elegido para vadear el río. Remangamos
nuestros
pantalones cortos y empezamos a cruzar, en fila, uno detrás del otro.
No recuerdo bien si fue Pepe el que resbaló, se agarró a mi y me arrastró corriente abajo, o fuí yo el
que resbalé y lo arrastré a él conmigo. Los detalles a mis años quedan algo
difusos.
Mientras nosotros dos ya en
la poza, manoteábamos con las manos
intentando salir de allí, la fuerte corriente
empujaba nuestros pequeños y débiles cuerpos y los remolinos del río los
retenían. Éramos como dos corchos a merced del Guadalimar.
El resto de compañeros de
aventuras, más bien desventuras en este caso, nos gritaban: ¡Mover los brazos
con fuerza! ¡Nadar hacia abajo, que allí no cubre! ¡Más fuerte, Pepe! ¡Mas deprisa,
Chelete!
Yo debí perder la
conciencia, porque después de aquellos gritos, sólo recuerdo aquel momento en que, tumbado en una cama, abrí los
ojos y vi personas mayores, todas mirándome, como contemplando a un ser extraño.
Y escuché aquellas palabras que quedaron grabadas para siempre en mi memoria:
¡Menos mal que los ha sacado Fernando, el municipal, que si no se ahogan los
dos!
Se armó un gran revuelo de
gente. Gente que desde el puente nuevo contemplaban la escena:
— ¿Qué ha pasado? — preguntaban algunos.
— Se han ahogado dos chiquillos —, decían
otros.
— ¿Quiénes?
— El hijo del Ramón, el cartero y el de
Raimundo, el talabartero, el que vive en la calle el Arroyo. Se han caído al
río y casi se ahogan.
— ¿Pero se han ahogado o no?
— No, pero han estado a punto; menos mal
que los ha sacado el municipal.
En el pueblo, como nunca o
casi nunca pasaba nada, aquello fue todo
un acontecimiento y pronto lo supieron todos sus habitantes.
A mi amigo lo llevaron a
su casa, que estaba en el Ayuntamiento, y a mí, a casa de Rosa, la del Bar Nacional, que era
sobrina de mi madre. Supongo que sería porque Gregorio, su marido, o bien ella
estarían entre la gente que miraba desde el puente nuevo en el momento de sacarnos
del río.
El resto del año, sólo vi
el Guadalimar desde el puente nuevo o el puente viejo cuando los andaba o desandaba. Estuve sometido a una
estricta vigilancia y amenazado con terribles castigos, como el de no salir ni
a la puerta de la calle durante meses. Pero llegó el siguiente verano y yo continué
visitando todos los charcos donde solíamos ir a bañarnos: los Zarzalones, las Riscas, el charco el Lobo, la Pantaleona, la Central y
algunos más.
¡Amigo Pepe, un fuerte
abrazo allá donde estés!
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