martes, 9 de abril de 2019

¡Casi nos ahogamos en el Guadalimar!


A finales de la década de los cuarenta era un niño de casi siete  años que se bañaba, rio arriba, en Las Moreas, en el charco El Lobo o La Pantaleona, y rio abajo, en los Zarzalones o en La Central. Cualquier sitio era bueno para disfrutar en verano de nuestro rio.

Cualquier fotografía que veo del Puente, en especial las antiguas, esas que ya amarillean por el paso del tiempo, no es para mí una simple  y anodina imagen inmóvil, más o menos bonita, con más o menos luz, mejor o peor encuadrada, para mí es algo más. Es un acontecimiento retenido, catalogado, registrado  y archivado en mi memoria. Todas llevan, de una u otra manera, una carga anecdótica, emocional e interpretativa de mi niñez y de mi adolescencia, vividas en este bonito pueblo serrano.

El puenteño o puenteña que lea estas lineas, seguro que reconocerá  este tramo del río, ¿verdad?




En esa zona estuvimos a punto de perecer ahogados mi amigo Pepe, “El Cartero” (D.E.P.) y un servidor, Juan José, “Chelete”. Por aquellos años, en especial los chiquillos   teníamos un mote, un apodo, un alias: “Boliches”, “El Raspa”, “Farruco”, “Chimindoque”, ”El Divino”, “Joto”, “El pelotas”, “Matagatos”, “El sietequinientas”, “El canijo”, etc., etc. La mayoría de   motes nos lo poníamos unos a otros, y algunos los heredaban de sus progenitores. Los motes eran un síntoma de inventiva y buen humor. Inventiva para ponerlos y humor del bueno para aceptarlos. La verdad es que nunca corrió la sangre por descalabrar a alguien de una pedrada, al menos que yo recuerde, por un mote malintencionado. Quizá porque no los había.

Siempre que he retornado al Pueblo y he cruzado a pie el puente nuevo, me he detenido unos minutos a contemplar esa parte del río. He rememorado aquel episodio y he tenido un recuerdo para mi amigo de la infancia y de la adolescencia y, por supuesto, para  nuestro salvador, Fernando, “El municipal”.

No deberíamos tener más de 6 o 7 añitos. Era una calurosa tarde del mes de junio. Estábamos, mi amigo Pepe y yo, jugando en la puerta de mi casa, en la calle del Arroyo. Había venido para hacerme compañía y solidarizarse conmigo porque sabía que yo estaba castigado y no me dejaban salir de casa.

Su abuela, una gran mujer, vivía en la calle la Cruz, no muy lejos de mi casa. Éramos  muy buenos amigos. Yo iba a jugar con él a casa de sus padres, en el Ayuntamiento, o a casa de su abuela, o él venía a mi casa. Él era mejor que yo jugando a las bolas y yo mejor que él jugando al futbol.

Aquel día, por benevolencia de mi madre,  que me levantó el castigo, estábamos en la calle pero con la advertencia materna de no pasar de  la esquina de María Juana, ni de la de Zacarías; así mi madre podría controlarnos en cualquier momento que saliera a la puerta de casa.

Estábamos entretenidos en nuestras cosas, cuando aparecieron unos cuantos chiquillos de la calle la Cruz. Llevaban unas toscas cañas de pescar, de aquellas  que nosotros nos montábamos. Por supuesto, sin carrete ni otras mandangas; solo la caña, el sedal, que en ocasiones era un trozo de hilo bramante y un rudimentario anzuelo. De cebo, lombrices cogidas en alguna parte del Arroyo de Peñolite.

Nos invitaron a unirnos a ellos. No recuerdo si mi amigo me convenció o fui yo quien convenció a él, a pesar de que  el castigado era yo. Sea como fuere, el caso es que  el grupo  había aumentado en dos chiquillos más cuando llegó al río, mi amigo Pepe y yo.

Antes de ensartar, en el anzuelo,  la correspondiente lombriz, de las muchas que había en aquella lata, alguno de la cuadrilla aseguró que en la otra orilla había más peces y picaban más. Sin pensarlo decidimos cruzar por el lugar que no nos cubría ni por la rodillas, pero que la corriente no era de despreciar para unos “ñecos” como nosotros dos. El rio, en aquellos años bajaba con bastante más caudal del que suele traer en estos últimos tiempos.

En esa parte del río hay una risca, perfectamente visible desde el puente nuevo. Justo a su altura había una poza de de una profundidad considerable en comparación con nuestra corta estatura, pero, como acabo de decir, antes de la poza había un paso donde el agua no llegaba a  cubrir  nuestras rodillas. Y ese fue el paso elegido para vadear el río. Remangamos  nuestros  pantalones cortos y empezamos a cruzar, en fila, uno detrás del otro.

No recuerdo bien si fue Pepe el que resbaló, se agarró a mi y me arrastró corriente abajo, o fuí yo el que resbalé y lo arrastré a él conmigo. Los detalles a mis años quedan algo difusos.

Mientras nosotros dos  ya en la poza,  manoteábamos con las manos intentando salir de allí, la fuerte corriente  empujaba nuestros pequeños y débiles cuerpos y los remolinos del río los retenían. Éramos como dos corchos a merced del Guadalimar.

El resto de compañeros de aventuras, más bien desventuras en este caso, nos gritaban: ¡Mover los brazos con fuerza! ¡Nadar hacia abajo, que allí no cubre! ¡Más fuerte, Pepe! ¡Mas deprisa, Chelete!

Yo debí perder la conciencia, porque después de aquellos gritos, sólo recuerdo aquel  momento en que, tumbado en una cama, abrí los ojos y vi personas mayores, todas mirándome, como contemplando a un ser extraño. Y escuché aquellas palabras que quedaron grabadas para siempre en mi memoria: ¡Menos mal que los ha sacado Fernando, el municipal, que si no se ahogan los dos!

Se armó un gran revuelo de gente. Gente que desde el puente nuevo contemplaban la escena:
  ¿Qué ha pasado? — preguntaban algunos.
  Se han ahogado dos chiquillos —, decían otros.
  ¿Quiénes?
  El hijo del Ramón, el cartero y el de Raimundo, el talabartero, el que vive en la calle el Arroyo. Se han caído al río y casi se ahogan.
  ¿Pero se han ahogado o no?
  No, pero han estado a punto; menos mal que los ha sacado el municipal.

En el pueblo, como nunca o casi nunca pasaba nada, aquello fue  todo un acontecimiento y pronto lo supieron todos sus habitantes.
      
A mi amigo lo llevaron a su casa,  que estaba en el Ayuntamiento,  y a mí,  a casa de Rosa, la del Bar Nacional, que era sobrina de mi madre. Supongo que sería porque Gregorio, su marido, o bien ella estarían entre la gente que miraba desde el puente nuevo en el momento de sacarnos del  río.
      
El resto del año, sólo vi el Guadalimar desde el puente nuevo o el puente viejo cuando los andaba o desandaba. Estuve sometido a una estricta vigilancia y amenazado con terribles castigos, como el de no salir ni a la puerta de la calle durante meses.  Pero llegó el siguiente verano y yo continué visitando todos los charcos donde solíamos ir a bañarnos: los Zarzalones, las Riscas, el charco  el Lobo, la Pantaleona, la Central y algunos más.






¡Amigo Pepe, un fuerte abrazo allá donde estés!




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