Cuando entré por primera vez en la escuela del “Cura” me pareció
grandísima, comparada con aquella otra, la del tío Herreros… o puede que fuera el tío Basilio. No lo recuerdo bien. En aquella
otra, la del tio Herreros o el tio Basilio, mi primera escuela, cada uno
llevábamos nuestra silla, sin embargo, en esta, la del “Cura” no había silla alguna, excepto la del maestro. Había pupitres de dos plazas.
A veces, lo ocupábamos tres chiquillos. En aquella escuela había más escolares que
asientos en los pupitres. El déficit de asientos en los pupitres se solucionó con un banco corrido y adecuado
a la longitud de pierna de aquellos sufridos “chiquillajos”. El respaldo de
aquel banco era la pared sobre la que colgaba aquella temida pizarra negra.
Nuestra querida y a la vez odiada escuela estaba ubicada en la
calle Nueva, más tarde calle San Isidro. Se podría decir que era la calle más
comercial del pueblo. En ella se ubicaban: la Tienda Nueva de Paco, mejor dicho
de la madre de Paco; la pescadería de Pablo, el Sardinero; la zapatería de
Secundino; la tienda de Isidro; el taller de Santiaguete; la carpintería de
Nito, la carnicería de José, y creo que la tienda del Chervano.
A pocos metros, en dirección a la Iglesia estaba la escuela de
niñas de la querida e inolvidable doña Ramona Serrano.
Nuestra escuela, la del cura, estaba en el primer piso de la
casa de la tía María. Recuerdo a esta señora como una viejecita pulcra, sexagenaria
y viuda. Era menuda, de mirada agridulce dependiendo del día y la hora. El cabello, que empezaba a pintar canas, lo
llevaba recogido hacia atrás en un pequeño moño. Vestía de negro riguroso como
correspondía a una viuda. Hablaba sin gesticulación, de manera pausada y con la
mirada perdida. Su tono de voz era uniforme, excepto cuando nos reprendía por
bajar la escalera corriendo. Siempre vigilaba nuestros movimientos, sobre todo a la hora de entrada y salida de la jornada
escolar.
La estancia de aquella casa donde se ubicaba la escuela tenía
tres hermosos balcones con su barandilla de hierro forjado. Nos podíamos
asomar para ver la calle por los tres, pero siempre a través de los cristales
porque sus puertas permanecían siempre cerradas a cal y canto.
Al traspasar la puerta de aquella estancia, a la derecha, la mesa
del maestro, siempre llena de cuadernos pendientes de corregir. Sobre la misma:
una pluma estilográfica de la marca Motblanc y algunos libros que leíamos por
turno en voz alta. No eran los únicos, había otros, de donde nos dictaba don
Pedro para después corregir las faltas de ortografía. Para nuestro maestro, una
falta de ortografía era como un pecado.
Sobre aquella mesa no faltaba nunca uno o dos paquetes de tabaco
del llamado “caldo de gallina". Aunque parecía desordenada, don Pedro encontraba
rápidamente lo que buscaba. Era como un orden dentro de un desorden. A un costado de la mesa estaba la figura de un
raquítico Cristo clavado en una pequeña cruz. El resto de la sala estaba llena
de viejos pupitres de dos plazas.
Rezar… sí que rezábamos, aunque sólo por la mañana, pero no recuerdo
haber cantado nunca “el cara al sol”. Tampoco recuerdo ver los retratos de
Franco y José Antonio colgados en las paredes, pero sí recuerdo dos crucifijos,
el ya mencionado sobre la mesa y otro,
un poco más grande, colgado en la pared. No podía ser de otra manera siendo aquella
una escuela parroquial, y el cura, su
maestro.
La escuela, como todas las de aquella época, contaba con una
pizarra de dimensiones considerables, al menos así me lo parecía desde mi
óptica infantil. Colgada de la pared. Debajo un banco donde se sentaban los más
pequeños que iban llegando por primera vez y ya no había sitio en los pupitres
para ellos. Yo, junto a otros puenteños, estuve sentado allí todo un curso escolar.
Cuando D. Pedro mandaba salir a los “mayores” a resolver algún problema
en la pizarra, nosotros ocupábamos sus asientos y después volvíamos a nuestro espacio
vital escolar en el banco. El que borraba lo plasmado con tiza en la pizarra
esperaba con disimulo a que volviéramos todos a ocupar nuestro incomodo puesto
escolar. Una vez sentados y ya manejando nuestro parco y rudimentario material
escolar, una pequeña pizarra y un pizarrín para dibujar las vocales y algún que
otro dibujo, el canalla de turno
empezaba con gran entusiasmo su tarea: llenar el cepillo de polvo blanco
borrando todo lo que en ella se había escrito o dibujado y sacudirlo contra la
propia bizarra.
Pasaba una y otra vez el cepillo por aquel encerado. Y una y
otra vez lo golpeaba contra el mismo. Aquellos números, letras y signos caían
sobre nuestras pequeñas cabezas en forma de
polvo blanco. ¡Con qué entusiasmo
borraban algunos aquella pizarra! Casi todos los días llegábamos a casa con el
pelo blanco.
— ¿Pero dónde te
metes, Juan José? Cada día traes el pelo blanco— me decía mi madre.
Yo dejaba mis bártulos escolares encima de la primera silla que
encontraba y salía pitando a la calle para reunirme con mis amigos; algunos
llevaban el cabello tan blanco como el mio; éramos compañeros de bancada.
Pero un día, cuando
empezaron a caer los primeros números, ya desintegrados, sobre nuestras
cabezas, me acordé de lo que me decía mi madre y, como empujado por un resorte, salté del banco
y me quedé de pie mirando desafiante al
que manejaba, en aquel momento, el cepillo de borrar. Los demás me imitaron. El
canalla de turno, sorprendido por aquella inesperada reacción, interrumpió su
tarea esperando a que el maestro mandara sentarnos, pero no fue así. Don Pedro,
que estaba corrigiendo el dictado de aquella mañana, alzó ligeramente la vista,
pero siguió a lo suyo como si no se estuviera enterando de lo que ocurría. A mí
me pareció ver en su rostro una sonrisa picarona como diciendo para sí: ¡Por
fin, estas inocentes criaturas han aprendido por ellas mismas a defenderse de
los abusones de turno!
—
¡Antonio, termina de borrar
la pizarra de una vez! — dijo don Pedro al cabo de unos segundos con tono
autoritario y sin desviar la vista del dictado que estaba corrigiendo.
Siempre he creído que D. Pedro García Bellón, mi maestro y el de
tantos otros puenteños de aquellas generaciones de
la posguerra, tenía más vocación de maestro que de sacerdote, aunque primero
estudió en el Seminario y se ordenó sacerdote y después estudió
magisterio.
Durante muchos años, varias generaciones de puenteños pasamos
por aquella escuela y recibimos algo más que una mera instrucción. La mayoría
de ellos han sabido desenvolverse por la vida con aquellas enseñanzas.
Aquel año, mi primer curso de escuela, hizo un invierno muy
crudo, lluvioso y frío. Mirábamos con
envidia desde nuestro banco como algunos de los alumnos mayores habían
reconvertido unas latas de atún o escabeche en una especie de brasero. Unos la traían llena de ascuas de sus casas y otros
habían pasado por el molino de aceite de la Plaza de la Iglesia y se las habían
llenado generosamente de brasas a la vez que le habían llenado de aceite el
hoyo de pan que llevaban para el almuerzo.
En el siguiente curso, junto con otro amigo de fatigas de aquel
banco, ascendí de nivel y pasé a ocupar uno de aquellos pupitres bipersonales
con asientos abatibles y orificio en la parte superior para alojar aquel
tintero blanco de porcelana en los que mojábamos la pluma para escribir.
Manejar aquellas plumillas era todo un arte. A ambos lados del tintero había
unas hendiduras para depositar plumas y
lápices. Tenía una rejilla de madera que era muy adecuada para aislar
los pies del aquellas frías baldosas.
Cada mañana, D. Pedro pasaba con la botella de la tinta y echaba
una pequeña cantidad en cada tintero; si al finalizar la jornada alguno no la había consumido tenía que devolver la restante a la botella.
Eran años de escasez y todos aprendíamos a consumir sólo lo imprescindible.
Con el tiempo, la escuela dispuso de una estufa que alimentábamos
con nuestras aportaciones. Cada uno llevaba un poco de leña de su casa o jipia que conseguía en el molino de
aceite. Los inviernos eran ya más llevaderos. Los que entramos por primera vez con
seis años ya empezábamos a curtirnos en toda clase de adversidades. Pero había
un inconveniente: a medida que avanzábamos en edad, D. Pedro nos exigía más y
más. En aquel recinto, si no rendías a medida de tus capacidades, nadie estaba
exento de recibir lo que el maestro consideraba un justo castigo. En aquella
escuela nadie podía holgazanear. Era muy exigente con las faltas de ortografía,
con las operaciones de aritmética, con los quebrados, la regla de tres, simple
y compuesta, la raíz cuadrada y hasta la cúbica, la historia, la geografía —
éramos capaces de ubicar cualquier ciudad o accidente geográfico en aquel mapa
mudo de España que se desplegaba y se colgaba en la pared. Ejercitábamos la
memoria y el razonamiento. Por más que escarbo en mi remembranza no encuentro pista
alguna de deberes que nos pusiera para casa.
Respeto, trabajo, compañerismo y
autoridad eran principios básicos en
aquella escuela de mi niñez.
Vestido siempre, como no podía ser de
otra manera en aquellos tiempos, con negra sotana. Su sola presencia bastaba
para imponer disciplina y recordar cual era el espíritu de aquella escuela. A
veces, cuando he ido por el pueblo, he coincidido con algunos paisanos que
fuimos a aquella escuela. Hablamos sobre aquella época de nuestra vida y casi
con todos he coincidido en afirmar que
no nos ha importado si, a veces, el maestro se excedía en sus castigos. En
aquellos años era frecuente escuchar de nuestros mayores decir aquel dicho tan
popular: quien bien te quiere, te hará llorar.
Alguna que otra lágrima recorrió nuestro infantil rostro. Yo, al menos, la di
por bien empleada.
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