(III)
A
modo de dedicatoria y en recuerdo y
homenaje a todos aquellos chiquillos y chiquillas de los años cuarenta y parte
de los cincuenta que, a pesar de las penurias de la posguerra, jugábamos
alegres y despreocupados en las calles
de ese bonito y añorado pueblo llamado Puente de Génave.
Los
momentos que dedico a evocar y escribir recuerdos de mi pueblo y de mi infancia
son, para mí momentos de emociones
sentidas, de sinceras añoranzas y de visualizaciones inmateriales de rostros
amigos. Que tengáis paz, allá donde os encontréis. Seguro que vuestros descendientes estarán orgullosos de
vosotros y vosotras.
Según el gran poeta Rainer María Rilke, la infancia es la verdadera patria del
hombre (y de la mujer, hubiera dicho de haber vivido en estos tiempos).
Salvando
las distancias, y a título personal, yo diría que la infancia es mi pueblo y mi
pueblo, mi infancia. Los recuerdos de nuestra infancia no solo son una parte
esencial e intrínseca de nuestra vida sino que han modelado nuestra personalidad.
Creo
que los primeros años de la vida de un niño tienen importancia en la
formación del hombre que será mañana.
Será por eso que alguien ha dicho que el niño es el padre del adulto.
Y
vaya por delante, no sea que alguien me
trate de lo que no soy, que lo mismo pienso de la niña y la mujer.
No
cabe la menor duda de que el tiempo de la infancia es el tiempo de la imaginación,
de la ingenuidad, de lo autentico, de la verdad y de todo lo que de bueno pueda
haber en un ser humano.
Recordar
mi infancia es recordar mi pueblo, y recordar mi pueblo es como hacer un viaje
al pasado, a mi infancia.
Puente
de Génave es un bonito pueblo de la comarca de la Sierra de Segura. Una comarca
con una histórica y terrible falta de infraestructuras viarias que dieron lugar
a una peligrosa incomunicación y a un nefasto aislamiento de sus núcleos de
población. Circunstancias, ambas, muy sentidas
y sufridas entre su población y a las que han culpado durante muchos años de la
situación del atraso ancestral que ha caracterizado a esta peculiar zona de España.
Puente
de Génave es el último pueblo de la provincia de Jaén por el que se pasa
siguiendo la carretera N-322, camino de aAlbacete. Aquella carretera que fue
proyectada como la de “Albacete a Jaén”.
Mi pueblo y mi infancia son la
calle del Arroyo, la calle La Cruz, la calle Las Parras, la calle Cantarranas,
la calle San Isidro, Plaza de la Iglesia... Mi pueblo era el molino de aceite
de la Plaza de la Iglesia, y mi infancia, el hoyo de aquel pan, amasado por mi
madre en nuestra casa y cocido en el horno de la calle La Cruz, el de la
Adolfina, la madre de mi amigo Luciano, “Joto”.
Aquel
hoyo de pan que, generosamente, nos rellenaban de aceite aquellos buenos
molineros y que, camino de la escuela, ya dábamos buena cuenta del mismo.
A
pesar de que éramos los niños de la posguerra, los niños de los años del
hambre, los niños del peor periodo de la dictadura de Franco, creo,
honradamente, que ninguno de nosotros fue víctima de la hambruna de aquellos
años.
Mi
pueblo es la Carretera, la “carretera general” como la llamábamos entonces; hoy
es la Avenida de Andalucía. Mi pueblo es “aquelao” y “estelao”, el Cortijo las
Ánimas y la Bolea, el rio Guadalimar, el Puente Viejo y el Puente Nuevo. Y las
fuentes: la de la Plaza de la iglesia, con su pilón para abrevar las
caballerías — parece ser que no hay constancia fotográfica de la misma —, la
Fuente Vieja y las fuentes de la carretera, la de “estelao” y la de “aquelao”.
Lástima que desaparecieran.
Mi
pueblo es “San Isidro”, su feria de ganado, sus tenderetes de turrón y sus
golosinas que no podíamos comprar la mayoría de chiquillos. Es Semana Santa y
el Nazareno y el “Emprendimiento”.
Mi pueblo es aquella bóveda celeste que, de niños, contemplábamos, en las calurosas y oscuras noches de verano, tumbados en la parva de las eras de “Pedronares”, o sentados en los sifones.
Como la contaminación lumínica era una perfecta desconocida para nosotros, la bóveda celeste que veíamos se presentaba en todo su esplendor. Un fondo totalmente azul oscuro, troquelado con infinidad de puntitos rutilantes, aparentando un infinito rebaño de maravillosas lucecitas y un extenso rastro lechoso, como un vellón blanquecino y ligero, peinado por el viento que lo empuja suavemente de Este a Oeste. Aquella bóveda, comparable a la bóveda de la capilla Sixtina, también formaba parte de mi pueblo y de mi infancia.
Un
día un sabio lugareño nos dijo que aquel rastro lechoso era el Camino de
Santiago. Nos contó que lo seguían los peregrinos que iban a visitar al apóstol
para no perderse por el camino. Nosotros, niños de pueblo, ilusos, ingenuos y
candorosos, nos lo creíamos. Con el paso del tiempo hemos descubierto que aquel
hombre era menos sabio de lo que pensábamos.
Mi
pueblo y mi infancia son el Charco el Lobo y la Pantaleona, el Zurrión, los
Zarzalones y la Central. La Terrera y la Vicaría, la de abajo y la de arriba.
Son la Iglesia y el sonido inconfundible de sus campanas, el de la “campanagrande”
y de la campanachica”, cuando las volteábamos o cuando tacaban a muerto. Mi
pueblo y mi infancia eran Los Sifones y la Fuente Vieja.
Mi
pueblo era el cine “Mari-Paz”. ¡Ah, qué cine aquel! Con su patio de butacas, su
anfiteatro y su gallinero. En verano te asabas de calor y en invierno de
pelabas de frío. Recuerdo aquella estufa, alimentada con leña de oliva. Colocada
junto a la pared, al lado derecho, a la altura de la primera fila de butacas,
con un larguísimo tubo para evacuar el humo al exterior. Cuando la proyección
de la película se interrumpía, cosa bastante frecuente por las deficiencias del
fluido eléctrico, los chiquillos saltábamos raudos de la butaca, o bajábamos veloces
del “gallinero” con el “pompi” más frio que las barras de hielo que fabricaba
Paco, el padre de nuestro entrañable Gabriel, para situarnos estratégicamente
cerca de aquella típica fuente de calor y poder calentar nuestros menudos
cuerpecillos.
En
las películas del Oeste, aplaudíamos con fervor a los buenos y silbábamos y abucheábamos al malo.
Se oía un significativo rumor cuando el galán de turno hacia un intento de
besar a su dama, beso que nunca se llegaba a consumar porque, casualmente, se
cortaba la proyección, y seguía unos minutos más tarde con otra escena, que nada
tenía que ver con la anterior. Entonces se producían algunos tímidos silbidos y
abucheos.
Una
de las películas que llegué a ver de niño en el cine Pari-Paz fue “Marianela”. Nunca
supe por qué, pero me impacto lo suficiente para guardar de ella un grato
recuerdo.
Mi
madre se pasó la película entera sollozando. Pero yo creo que fueron todas las
mujeres que aquella noche vieron “Marianela”. Las lágrimas de mi madre no eran
de dolor, como en otras ocasiones, eran de emoción. La emoción y los
sentimientos que despertaba la joven Nela, huérfana, pobre, feucha y hasta algo
deforme. Un personaje único aquella Nela. Sus problemas pronto despertaron la empatía de todos los
espectadores, hombres y mujeres, chiquillos
y chiquillas.
Aún
hoy digo, desconozco los motivos, pero aquella película dejó huella en mi
pequeño y sensible corazón. Con los años supe que estaba basada en la novela homónima de Benito Pérez
Galdós. Y me faltó tiempo para comprarla y leerla.
Entre
los recuerdos de mi infancia siempre ha habido un hueco para mis maestros, y
aquellas escuelas de viejos pupitres, grandes pizarras colgadas en la pared y
tinteros donde mojar aquellas plumillas. Curiosamente recuerdo tinteros, tinta
y plumilla, pero no recuerdo bolígrafo alguno.
Mi
pueblo también eran aquellas escuelas y
mi infancia también fueron mis maestros. Todos los chiquillos de aquellos años
pasamos, bien por la escuela de D. Ernesto Ramírez, en la Carretera, o de D.
Pedro Garcia Bellón, el Cura, en la calle San Isidro, o por la de Don Antonio
Campallo, en la calle La Cruz. Algunos, como fue mi caso, pasamos también por
la de D. Ernesto y después por la de D.Pedro. Y las chiquillas, por las de las maestras de aquellos años.
Guardo en especial recuerdo por Doña Ramona, la maestra de la escuela de la
calle San Isidro, a la que fue mi hermana Amparo.
Un
magisterio inolvidable y con ganas de instruir para la vida, aunque los métodos
de algunos maestros, propios de la época, hoy serían no cuestionados sino
prohibidos. Sin embargo para muchos de nosotros aquella instrucción nos sirvió
de mucho, como mínimo de base para, sin medios económicos, luchar para
forjarnos un futuro que nos diera de comer a nosotros y a nuestros hijos.
Aquella instrucción, aquella formación, aquel aprendizaje que nos dieron fue para
mí y muchos de mis colegas de infancia la única herencia recibida.
Hoy,
por lo que leo, oigo y veo, la enseñanza ha quedado relegada al plano de
afectivo, lo emocional, los sentimientos. Mientras que la enseñanza en los
primeros años de escuela para los niños de mi generación era el aprendizaje de
la lectura y escritura, hoy la enseñanza se ha convertido en una forma de
entretenimiento, de la ausencia de esfuerzo, como si las cosas para la vida
cayeran del cielo y no hubiera que ganárselas.
Todo
esto que vengo contando y más era mi pueblo y mi infancia. Aunque mi pueblo, el
de ahora, el del siglo XXI, para aquellos que no lo hayan visitado, diré que ya
no es el mismo pueblo. Gracias a la buena labor del que fue su alcalde, David Avilés, ahora hay un pueblo nuevo, un “Nuevo Puente”, más
moderno, más acorde con los actuales tiempos. Con un hospital comarcal, con
casas de nueva construcción, con un gran paseo, el Paseo de la Vicaría, con una
rotonda, porque un pueblo que se precie de serlo ha de tener
su rotonda, de lo contrario, parece menos pueblo. En la rotonda hay una fuente con escultura incluida. También tiene su ecoparque donde se ha reproducido el hábitat del conejo de campo, con un majano y un abrevadero que sirve también como estanque para anfibios y peces. Como un pueblo, ya del siglo XXI, tiene un espacio cultural y de oleoturismo en la antigua almazara de la Vicaria, la de abajo como la conocíamos de niño. Sus visitantes puede contemplar bonitas esculturas distribuidas por distintas ubicaciones, su museo al aire libre. Tampoco falta un parque infantil,
un cuidado césped y unos bonitos árboles y al lado del mismo un monolito, con el nombre de
todos sus habitantes del año de su construcción, el año 2000. En él, aparece el mío. Es un orgullo ser de Puente de Génave
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