viernes, 22 de marzo de 2019

PUENTE DE GÉNAVE, MI PUEBLO Y MI INFANCIA

(III)

A modo de dedicatoria y  en recuerdo y homenaje a todos aquellos chiquillos y chiquillas de los años cuarenta y parte de los cincuenta que, a pesar de las penurias de la posguerra, jugábamos alegres y despreocupados en las calles  de ese bonito y añorado pueblo llamado Puente de Génave. 

A ellos y ellas, digo, porque a la manera que sabían vadear el río Guadalimar por tantos sitios, también supieron vadear, ya hombres y mujeres, el río de la vida con rectitud, honradez y valentía.

Los momentos que dedico a evocar y escribir recuerdos de mi pueblo y de mi infancia son, para mí  momentos de emociones sentidas, de sinceras añoranzas y de visualizaciones inmateriales de rostros amigos. Que tengáis paz, allá donde os encontréis. Seguro que  vuestros descendientes estarán orgullosos de vosotros y vosotras. 





 Según el gran poeta Rainer María Rilke, la infancia es la verdadera patria del hombre (y de la mujer, hubiera dicho de haber vivido en estos tiempos).

Salvando las distancias, y a título personal, yo diría que la infancia es mi pueblo y mi pueblo, mi infancia. Los recuerdos de nuestra infancia no solo son una parte esencial e intrínseca de nuestra vida sino que han modelado nuestra personalidad.

Creo que los primeros años de la vida de un niño tienen importancia en la formación  del hombre que será mañana. Será por eso que alguien ha dicho que el niño es el padre del adulto.

Y vaya por delante,  no sea que alguien me trate de lo que no soy, que lo mismo pienso de la niña y la mujer.

No cabe la menor duda de que el tiempo de la infancia es el tiempo de la imaginación, de la ingenuidad, de lo autentico, de la verdad y de todo lo que de bueno pueda haber en un ser humano.

Recordar mi infancia es recordar mi pueblo, y recordar mi pueblo es como hacer un viaje al pasado, a mi infancia.

Puente de Génave es un bonito pueblo de la comarca de la Sierra de Segura. Una comarca con una histórica y terrible falta de infraestructuras viarias que dieron lugar a una peligrosa incomunicación y a un nefasto aislamiento de sus núcleos de población. Circunstancias, ambas,  muy sentidas y sufridas entre su población y a las que han culpado durante muchos años de la situación del atraso ancestral que ha caracterizado a esta peculiar zona de España.  



Puente de Génave es el último pueblo de la provincia de Jaén por el que se pasa siguiendo la carretera N-322, camino de aAlbacete.  Aquella carretera que fue proyectada como la de “Albacete a Jaén”.


Mi pueblo y mi infancia  son la calle del Arroyo, la calle La Cruz, la calle Las Parras, la calle Cantarranas, la calle San Isidro, Plaza de la Iglesia... Mi pueblo era el molino de aceite de la Plaza de la Iglesia, y mi infancia, el hoyo de aquel pan, amasado por mi madre en nuestra casa y cocido en el horno de la calle La Cruz, el de la Adolfina, la madre de mi amigo Luciano, “Joto”. 



Aquel hoyo de pan que, generosamente, nos rellenaban de aceite aquellos buenos molineros y que, camino de la escuela, ya dábamos buena cuenta del mismo.

A pesar de que éramos los niños de la posguerra, los niños de los años del hambre, los niños del peor periodo de la dictadura de Franco, creo, honradamente, que ninguno de nosotros fue víctima de la hambruna de aquellos años.



Mi pueblo es la Carretera, la “carretera general” como la llamábamos entonces; hoy es la Avenida de Andalucía. Mi pueblo es “aquelao” y “estelao”, el Cortijo las Ánimas y la Bolea, el rio Guadalimar, el Puente Viejo y el Puente Nuevo. Y las fuentes: la de la Plaza de la iglesia, con su pilón para abrevar las caballerías — parece ser que no hay constancia fotográfica de la misma —, la Fuente Vieja y las fuentes de la carretera, la de “estelao” y la de “aquelao”. Lástima que desaparecieran. 




Mi pueblo es “San Isidro”, su feria de ganado, sus tenderetes de turrón y sus golosinas que no podíamos comprar la mayoría de chiquillos. Es Semana Santa y el Nazareno y el “Emprendimiento”. 

Mi pueblo es aquella bóveda celeste que, de niños, contemplábamos, en las calurosas y oscuras noches de verano, tumbados en la parva de las eras de “Pedronares”, o sentados en los sifones.

Como la contaminación lumínica era una perfecta desconocida para nosotros, la bóveda celeste que veíamos se presentaba en todo su esplendor. Un fondo totalmente azul oscuro, troquelado con infinidad de puntitos rutilantes, aparentando un infinito rebaño de maravillosas  lucecitas   y  un extenso rastro lechoso, como un vellón blanquecino y ligero, peinado por el viento que lo empuja suavemente de Este a Oeste. Aquella bóveda, comparable a la bóveda de la capilla Sixtina, también formaba parte de mi pueblo y de mi infancia.

Un día un sabio lugareño nos dijo que aquel rastro lechoso era el Camino de Santiago. Nos contó que lo seguían los peregrinos que iban a visitar al apóstol para no perderse por el camino. Nosotros, niños de pueblo, ilusos, ingenuos y candorosos, nos lo creíamos. Con el paso del tiempo hemos descubierto que aquel hombre era menos sabio de lo que pensábamos.

Mi pueblo y mi infancia son el Charco el Lobo y la Pantaleona, el Zurrión, los Zarzalones y la Central. La Terrera y la Vicaría, la de abajo y la de arriba. Son la Iglesia y el sonido inconfundible de sus campanas, el de la “campanagrande” y de la campanachica”, cuando las volteábamos o cuando tacaban a muerto. Mi pueblo y mi infancia eran Los Sifones y la Fuente Vieja.

Mi pueblo era el cine “Mari-Paz”. ¡Ah, qué cine aquel! Con su patio de butacas, su anfiteatro y su gallinero. En verano te asabas de calor y en invierno de pelabas de frío. Recuerdo aquella estufa, alimentada con leña de oliva. Colocada junto a la pared, al lado derecho, a la altura de la primera fila de butacas, con un larguísimo tubo para evacuar el humo al exterior. Cuando la proyección de la película se interrumpía, cosa bastante frecuente por las deficiencias del fluido eléctrico, los chiquillos saltábamos raudos de la butaca, o bajábamos veloces del “gallinero” con el “pompi” más frio que las barras de hielo que fabricaba Paco, el padre de nuestro entrañable Gabriel,  para situarnos estratégicamente cerca de aquella típica fuente de calor y poder calentar nuestros menudos cuerpecillos.




En las películas del Oeste, aplaudíamos con fervor a los  buenos y silbábamos y abucheábamos al malo. Se oía un significativo rumor cuando el galán de turno hacia un intento de besar a su dama, beso que nunca se llegaba a consumar porque, casualmente, se cortaba la proyección, y seguía unos minutos más tarde con otra escena, que nada tenía que ver con la anterior. Entonces se producían algunos tímidos silbidos y abucheos.

Una de las películas que llegué a ver de niño en el cine Pari-Paz fue “Marianela”. Nunca supe por qué, pero me impacto lo suficiente para guardar de ella un grato recuerdo.

Mi madre se pasó la película entera sollozando. Pero yo creo que fueron todas las mujeres que aquella noche vieron “Marianela”. Las lágrimas de mi madre no eran de dolor, como en otras ocasiones, eran de emoción. La emoción y los sentimientos que despertaba la joven Nela, huérfana, pobre, feucha y hasta algo deforme. Un personaje único aquella Nela. Sus problemas  pronto despertaron la empatía de todos los espectadores, hombres y mujeres,  chiquillos y chiquillas.

Aún hoy digo, desconozco los motivos, pero aquella película dejó huella en mi pequeño y sensible corazón. Con los años supe que estaba  basada en la novela homónima de Benito Pérez Galdós. Y me faltó tiempo para comprarla y leerla.

Entre los recuerdos de mi infancia siempre ha habido un hueco para mis maestros, y aquellas escuelas de viejos pupitres, grandes pizarras colgadas en la pared y tinteros donde mojar aquellas plumillas. Curiosamente recuerdo tinteros, tinta y plumilla, pero no recuerdo bolígrafo alguno.

Mi pueblo también eran aquellas escuelas  y mi infancia también fueron mis maestros. Todos los chiquillos de aquellos años pasamos, bien por la escuela de D. Ernesto Ramírez, en la Carretera, o de D. Pedro Garcia Bellón, el Cura, en la calle San Isidro, o por la de Don Antonio Campallo, en la calle La Cruz. Algunos, como fue mi caso, pasamos también por la de D. Ernesto y después por la de D.Pedro. Y las chiquillas, por las de las maestras de aquellos años. Guardo en especial recuerdo por Doña Ramona, la maestra de la escuela de la calle San Isidro, a la que fue mi hermana Amparo.





Un magisterio inolvidable y con ganas de instruir para la vida, aunque los métodos de algunos maestros, propios de la época, hoy serían no cuestionados sino prohibidos. Sin embargo para muchos de nosotros aquella instrucción nos sirvió de mucho, como mínimo de base para, sin medios económicos, luchar para forjarnos un futuro que nos diera de comer a nosotros y a nuestros hijos. Aquella instrucción, aquella formación, aquel aprendizaje que nos dieron fue para mí y muchos de mis colegas de infancia la única herencia recibida.

Hoy, por lo que leo, oigo y veo, la enseñanza ha quedado relegada al plano de afectivo, lo emocional, los sentimientos. Mientras que la enseñanza en los primeros años de escuela para los niños de mi generación era el aprendizaje de la lectura y escritura, hoy la enseñanza se ha convertido en una forma de entretenimiento, de la ausencia de esfuerzo, como si las cosas para la vida cayeran del cielo y no hubiera que ganárselas.




Todo esto que vengo contando y más era mi pueblo y mi infancia. Aunque mi pueblo, el de ahora, el del siglo XXI, para aquellos que no lo hayan visitado, diré que ya no es el mismo pueblo. Gracias a la buena labor del que fue su alcalde, David Avilés, ahora hay un pueblo nuevo, un “Nuevo Puente”, más moderno, más acorde con los actuales tiempos. Con un hospital comarcal, con casas de nueva construcción, con un gran paseo, el Paseo de la Vicaría, con una rotonda,  porque  un pueblo que se precie de serlo ha de tener su rotonda, de lo contrario, parece menos pueblo.  En la rotonda hay una fuente  con escultura incluida. También tiene su ecoparque donde  se ha reproducido el hábitat  del conejo de campo, con un majano y un abrevadero que sirve también como estanque para anfibios y peces. Como un pueblo, ya del siglo XXI, tiene un espacio cultural y de oleoturismo en la antigua almazara de la Vicaria, la de abajo como la conocíamos de niño. Sus visitantes puede contemplar bonitas esculturas distribuidas por distintas ubicaciones, su museo al aire libre. Tampoco falta un parque infantil, un cuidado césped y unos bonitos árboles y al lado del mismo un monolito, con el nombre de todos sus habitantes del año de su construcción, el año 2000. En él, aparece el mío. Es un orgullo ser de Puente de Génave 

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